
Capítulo 1
Rebeca
Madrid, 11 de noviembre
Oigo el leve sonido de un burbujeo rítmico a mi derecha, amortiguado ahora por la voz procedente de una megafonía lejana. Sé que es de día, noto el resplandor a través de mis párpados. Pero no logro abrir los ojos, parecen haberse pegado en la raíz de las pestañas. Tampoco mi boca quiere reaccionar a mis ordenes, y siento la lengua acartonada y áspera. Necesito agua. ¿Estaré soñando? Quiero despertar y beberme un litro del tirón. ¿Por qué tengo tanta sed? También me invade una inquietud de algo pendiente, como si tuviera que hacer algo o levantarme enseguida porque llego tarde a algún sitio; aunque no sé adónde, es tan solo una sensación que me oprime el pecho. Pero no puedo hacer nada. ¿Sigo soñando?
—Creo que se está despertando.
Escucho a mi alrededor una voz masculina y desconocida. Quien sea que habla me ha cogido la mano derecha. Me agarro a la suya como si de un bote salvavidas se tratara; o eso creo, al menos, no tengo fuerzas y apenas puedo estirar los dedos.
—Parece que sí —responde ahora una mujer en tono alegre, parece muy joven por su timbre de voz—. No se mueva de aquí, voy a avisar al doctor.
«¿Al doctor? Pero ¿dónde demonios estoy?».
—No, mejor quédese usted —responde el hombre y suelta mi mano al mismo tiempo—. Sabrá actuar mejor que yo en caso necesario. Aviso a sus compañeros.
—Vale. Tranquilo, no te preocupes —le contesta ella con la misma voz dulce—. Rebeca, ¿puedes oírme? —se dirige a mí ahora, creo que nos hemos quedado a solas.
«Sí, te escucho», quiero responderle, pero las palabras se niegan a salir de mi boca.
—¿Ha despertado? —dice otra voz femenina, distinta a la anterior y más profunda.
—Ha abierto un poco los ojos —responde ella—. Creo que le molestaba la luz.
Consigo abrirlos finalmente, aunque veo algo borroso y noto un leve mareo que me obliga a cerrarlos de nuevo.
—¿Cuándo se le ha retirado el oxígeno?
—Ayer a última hora.
Parpadeo varias veces antes de volver a enfocar la mirada. Han bajado un poco la persiana y la luz de la estancia es menos agresiva.
—¿Puedes hablar? —La nueva voz se dirige a mí. Es una mujer de unos cincuenta años y, por el uniforme que lleva, deduzco que se trata de una enfermera también.
—A… —consigo articular.
—¿Recuerdas tu nombre?
«Pues claro que recuerdo mi nombre, ¿qué clase de pregunta es esa?».
—Ag…
—Creo que necesita agua —afirma—. El doctor vendrá enseguida.
Me acerca un vasito con un dedo de agua o menos.
—Poco a poco —me dice, quitándomelo enseguida.
—Buenos días, doctor —saluda la que estaba conmigo desde el principio—. Le hemos dado un poco de agua. Solo hace unos minutos que ha despertado. —Abandona la habitación tras comunicarle la situación al médico, mientras la otra enfermera no para de toquetear las bolsas del suero.
—¿Sabes dónde te encuentras? —me pregunta el doctor, apuntándome con una luz a los ojos.
—¿En un hospital? —Esta vez logro articular las palabras sin dificultad.
—¿Recuerdas que tuviste un accidente? —Me sujeta delicadamente por los hombros, impidiendo que me incorpore—. No intentes levantarte, aún es demasiado pronto.
—¿Un accidente?
—Ibas en un coche camino del aeropuerto, según nos contó Iván —responde mientras va anotando algo en lo que supongo que será mi informe médico—. ¿Recuerdas algo de eso?
—¿Iván?
—Sí. —Ha dejado de escribir y me mira con atención ahora—. No te preocupes, está aquí.
—No conozco a ningún Iván.
—Entiendo —dice con una voz que me transmite serenidad, a pesar de que estoy comenzando a alterarme. No consigo recordar qué clase de accidente me ha traído hasta aquí—. ¿Sabes qué día es hoy? —me pregunta.
—No estoy segura del día, pero… mediados de enero, supongo.
La enfermera me está mirando de un modo extraño.
—Dile que entre, por favor —se dirige a ella—, tal vez sufra amnesia postraumática.
—¿Amnesia? —replico, algo confusa o más bien escéptica—. Eso es imposible. Sé perfectamente quién soy. Me llamo Rebeca Escudero, vivo en Ibiza, trabajo en Inmosunny… Podéis llamar a mi compañera Inés, ella podrá confirmarlo todo desde la oficina —les explico, entusiasmada por la idea de que ella lo corrobore—. Trabaja conmigo. ¿Hoy es domingo?
«Espero que lo sea. Mi jefe no es muy amigo del absentismo laboral ni con cuarenta de fiebre».
—Jueves.
—Tengo que marcharme. —Intento incorporarme de nuevo—. No puedo faltar al trabajo.
—Lo entiendo, Rebeca. Pero no te preocupes por eso ahora, todo el mundo está al tanto de tu situación. Tenemos que hacerte unas pruebas rutinarias —afirma amablemente. Su voz es sumamente tranquilizadora—. Además, no estás en las mejores condiciones para coger un avión de vuelta.
—¿Avión de vuelta?
—Sí. Estás hospitalizada en Madrid.
«Pero… ¿qué…?»
—¿Es una broma?
—No, en absoluto —niega muy serio—. Y tu respuesta confirma mis sospechas. ¿Qué es lo último que recuerdas?
—No sé… —Me froto la cara y trato de hacer memoria. Lo cierto es que me siento aturdida y me duele muchísimo la cabeza—. Creo que anoche iba a salir con mi amiga Inés y… ¡Sí, eso es! Fuimos a… ¿o al final no fuimos a la fiesta? ¿Puedo llamarla un momento? Ella lo confirmará todo.
—¿La fiesta era aquí en Madrid?
—No, no, en Ibiza. ¡Yo a Madrid no he ido!
Ha sonreído disimuladamente al escuchar mi respuesta, y ya no sé qué pensar… ¿Podría tratarse de una cámara oculta?
—¿Qué día se celebraba esa fiesta?
—Anoche.
—Y anoche, según tú, ¿qué día era?
—Diecinueve de enero.
—¿Año?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Son preguntas rutinarias. Tranquila. ¿En qué año estamos? —insiste.
—Dos mil diecisiete.
—No quiero que te asustes, ¿vale? Pero es normal desorientarse un poco en estos casos.
—¿En qué casos?
«Estoy empezando a preocuparme de verdad. ¿Cómo se le ocurre empezar una frase con no quiero que te asustes? Eso lo potencia al máximo».
—Acabas de despertar de un coma inducido por un traumatismo craneoencefálico. Tuvimos que extraer un hematoma que agregaba presión a tu cerebro. Pero todo está bien. No debes preocuparte.
—¿Un coma? —repito, pensativa, intentando hacer memoria de ese supuesto accidente que ha mencionado—. Entonces, ¿qué día es hoy?
—Once de noviembre de dos mil dieciocho.
—¿Llevo casi dos años ingresada?
—No, claro que no. Son aproximadamente dos semanas. —Está comprobando el informe que tiene en la mano—. Trece días desde que ingresaste en urgencias el treinta de octubre.
—¡No puede ser! ¡Mi jefe me habrá despedido! Tengo que llamar a la oficina y a mi padre. ¿Dónde están mis cosas? ¿Y mi teléfono?
—Ahora, cuando venga tu acompañante, te entregará tus pertenencias —me informa la enfermera.
Está quitándome la vía del brazo y cuando acaba sale de la habitación con todo el material.
—Pero ¿de qué acompañante hablamos? —le pregunto al doctor.
En ese momento entra de nuevo la otra enfermera, la más joven, y parece algo contrariada.
—No localizo a su novio en la sala de espera, doctor.
«¿Ha dicho su novio?»
—Avisa en la recepción para que se pongan en contacto con él. La paciente sufre amnesia.
—De acuerdo, voy enseguida.
—Vamos a realizarte algunas pruebas, Rebeca. Es normal que estés confusa y todo lo que te está pasando. Poco a poco irás recuperando la memoria, ya lo verás. Quédate tranquila, ¿vale?
No lo entiendo. Trato de hacer memoria y a mí no me parece que haya olvidado nada. Incluso recuerdo el número de teléfono de mi padre y el de la oficina. También el de mi madre, aunque ese me da igual olvidarlo. Incluso podría hacer un informe mental de los apartamentos que tenemos ocupados y libres.
A los diez o quince minutos, llaman a la puerta. El doctor se ha marchado y la enfermera que me quitó la vía me entrega ahora un vasito con varios tipos de pastillas. Se espera a mirar si me las tomo. Ni que tuviera quince años…
—Ya han localizado a tu chico —me informa, tras coger el vaso vacío que le he devuelto—. Menudo susto le diste. Apenas se ha movido de tu lado.
No sé qué decir ni cómo reaccionar a sus palabras. El último novio que recuerdo… prefiero olvidarlo. Y mi vida amorosa desde entonces se ha reducido a relaciones más bien esporádicas y sin compromiso de ningún tipo.
—¿Dónde podría conseguir un periódico? —le pido.
—Tómatelo con calma. No es bueno que fuerces tan pronto la vista, ya has oído al doctor.
—Solo quiero comprobar… una cosa —titubeo.
—¿La fecha de hoy? —adivina ella, con una mirada que está a medio camino entre la extrañeza y la complicidad.
Suenan unos nudillos tocando la puerta entreabierta.
—Hola, ¿se puede?
Su voz me resulta familiar, creo que es el que me sujetaba la mano antes de ir en busca del doctor. Es un tipo alto y tirando a delgado, de edad aproximada… diría que cercano a los cuarenta o quizás menos. Lleva el pelo algo desgreñado y, junto con la barba de tres días, le proporciona un aspecto desenfadado que contrarresta el estilismo de su indumentaria: un traje oscuro sobre una camisa azul celeste.
—Sí, claro, Iván, pasa —le responde enseguida la enfermera con aparente confianza—. Ya la ha examinado el doctor. Quería verte a ti también para preguntarte algo.
—Lo siento, es que necesitaba un café y he aprovechado que estaríais atareados con ella —se excusa.
—Claro, no te preocupes —le dice—. De todos modos, se pasará después a ver a Encarna que le están haciendo unas pruebas abajo.
Entra dubitativo y se acerca a la cama. Me observa con curiosidad, no sé si esperando a que le diga algo. La verdad es que no lo había visto en mi vida.
—¿De qué nos conocemos? —le pregunto con absoluta curiosidad.
—Pues… nos conocimos en la fiesta, ¿no lo recuerdas?
—Entonces sí que fuimos al final —lo digo como para mí, pero en voz alta—. ¿Y qué pasó? ¿Qué hacemos aquí en Madrid?
—Vivimos aquí.
—¿Qué? ¡Eso es imposible! ¿Y mi trabajo?
—Bueno, tú acababas de mudarte cuando ocurrió el accidente. Soy yo quien vive aquí.
—¿Dónde están mis cosas? ¡Necesito mi teléfono!
—Ah, sí, aquí está.
Mi supuesto novio abre un armario y, de un bolso que no me suena de nada, saca un teléfono que sí reconozco enseguida. Pulso sobre el botón de encendido en cuanto cae en mis manos.
—¡No tiente batería!
—Normal, lleva mucho tiempo ahí metido. Te respondí algunas llamadas los primeros días, después han ido contactando al mío —me explica, muy desenvuelto, abriendo y cerrando el bolso y hurgando entre mis supuestas cosas—. Pero, de todos modos, llevas el cargador dentro. Espera, lo enchufo y enseguida podrás encenderlo.
En cuanto el nivel de carga me lo permite, lo conecto.
Introduce el código de desbloqueo.
Cuando el iPhone se reinicia, Touch id requiere el código.
Intento meter la clave: 1234. Pero me da error.
—¡Maldita sea! ¿La has cambiado?
—¿Yo? —Abre los ojos como si no diera crédito a mis palabras—. ¡Claro que no! Tal vez no la recuerdas por el accidente.
—¡No entiendo nada!
Lanzo el teléfono a los pies de la cama con mala leche y se desconecta del cable. «¿En qué momento se me ocurriría cambiar la contraseña? Soy un desastre para recordarlas y me iba muy bien con esa».
—La cabeza parece que vaya a reventarme. —Me froto los ojos con las palmas de las manos.
—¿Quieres que llame a la enfermera?
—No hace falta. El doctor ha dicho que es normal, y ya me han dado unas pastillas.
—¿Cuándo recuperarás la memoria? —Se ha sentado en la butaca que tengo al lado, junto a la ventana, tras guardar mis cosas de nuevo en el armario—. ¿Te lo ha dicho?
—Dice que pronto, pero no sé cuánto tiempo es eso —agrego con desgana.
Entra una de las enfermeras de antes empujando una silla de ruedas, en ella va una anciana. Saluda a mi desconocido con una sonrisa y le habla de mí como si yo no me encontrara de cuerpo presente:
—¡Ya me han dicho que se ha despertado! ¿Lo ves, niño? Ya te dije que hablarle era el mejor remedio.
Le guiña un ojo, o lo intenta porque le ha salido un gesto raro. Él afirma con la cabeza dubitativo, como cohibido podría afirmar. Enseguida se levanta para ayudar a la enfermera, que se le ha enganchado una rueda en la butaca donde va a sentar a la anciana, y ahora, al moverla, ha quedado bastante más cerca de mi cama que de la suya e invade mi espacio, separado por una cortina que debería estar cerrada.
—Tienes mucha suerte con este chico que tienes al lado, hija —se dirige a mí ahora—. Hoy en día no se encuentra a uno así de noble y atento. ¡Ni un día nos ha faltado su visita! Ya quisiera que mi Fermín tuviera la misma atención conmigo, en vez de mandarme a la otra. Pero cría cuervos y ya se sabe… —«¿Es que no va a callarse nunca?»—. ¿Y tu madre? —«¿Qué?»—. ¿Sabe ya que estás despierta? —Miro a Iván sin dar crédito a lo que escucho—. ¡Qué mujer tan entrañable y simpática! —«¿Mi madre ha estado aquí?»—. Me pidió el teléfono para que…
—… Encarna —la interrumpe él, al cruzarse con mi cara de asombro—, a Rebeca le han dicho que debe descansar. Tienen que hacerle varias pruebas todavía y está algo mareada.
Cierra la cortina con delicadeza mientras se lo explica, y mi mirada inquisitiva lo va siguiendo.
—¿Mi madre? —le pregunto a ese extraño.
Vuelve a sentarse en la butaca de antes, junto a la ventana.
—Sí, bueno… Estuvo aquí hace un par de días. Volvía de un viaje a Grecia con su… bueno, con su pareja, y el avión hacía escala aquí.
—¿Cómo supo que estaba hospitalizada?
—Te llamó. Le expliqué lo ocurrido y se quedó en un hotel de aquí al lado con su…
—Sí, su novio, el yogurín. Ya veo que no soy la única a la que le sorprende la idea.
—¡Y bien que hace! —se escucha al otro lado de la cortina.
—¡Métase en sus asuntos! —respondo desairada.
«¿Qué coño me está pasando? Yo no soy así».
—¿Y mi padre?
—No lo sabe.
—¿Por qué no lo sabe? Es él precisamente quien debería estar aquí ahora mismo.
—Tu madre dijo que se encargaría personalmente de comunicárselo en cuanto llegara. No quería darle la noticia por teléfono. Ya te contará ella.
—¿Ella? Hace años que no trato con mi madre. ¿Es que no te lo había contado?
—No —responde, aunque ha meditado su respuesta—. Bueno, algo dejó caer ella… Yo solo sabía lo de tu padre.
—¿Qué es lo de mi padre?
—Discutisteis.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Se oponía a que vinieras a vivir conmigo. Te comparó con tu madre, y lo mandaste a la mierda antes de coger el avión.
—¿Eso hice? —No doy crédito a sus palabras.
—Por lo visto, sí.
—No entiendo nada. —Lo miro con desconfianza.
«Jamás haría algo así. ¿A mi padre? ¿Cómo es posible que discutiera con él y me largara con un desconocido?».
—No puedo creer que no me hable con mi padre —digo, como para mí misma—. Es todo tan… confuso.
—Bueno, si el doctor ha dicho que pronto recuperarás la memoria, lo solucionaréis. Ya lo verás.
Se acerca a la cama y me mira fijamente mientras se sienta a mi lado. Su voz me resulta tan familiar y cercana… ¿Por qué no me pasa lo mismo con su aspecto? No consigo visualizarlo fuera de estas cuatro paredes.
—¿Cómo localizaste a mi madre?
—Te llamó y lo cogí, acabo de decírtelo.
—Ah, sí… Perdón. Estoy un poco empanada. ¿Ha llamado alguien más?
—Inés.
—¡Inés! Me encantaría hablar con ella. ¿Por qué se me ocurriría cambiar la clave del teléfono? ¡Voy a perder mi agenda!
—No, si yo puedo evitarlo.
—¿Tú?
—Sí. ¿Te suena haber hecho una copia de seguridad de tus datos?
—Ni idea…
—Si te parece bien, me lo llevo y esta tarde te lo traigo restaurado. Conozco a un manitas que puede conectarlo al ordenador y recuperar la copia de seguridad con un programa, sin necesidad de la clave.
—¿Un pirata informático?
Se ríe, parece más relajado y menos incómodo que al principio.
—Más o menos… Es un buen amigo.
—Pero ¿vas a dejarme aquí?
Me aterra quedarme sola en este sitio. Nunca me habían hospitalizado y con todo lo ocurrido me siento perdida. Ojalá pudiera llamar a mi padre. En cuanto recupere mi teléfono, lo haré. Sin falta. No concibo que nos hayamos distanciado.
—Tengo que pasar por la oficina —responde—. Pero, si quieres, puedo quedarme esta noche.
—Sí, por favor.
***
Tal y como me ha prometido, aparece a media tarde. Viene cargado con una mochila y algo de ropa que le había pedido. Mi aspecto es lamentable. Tengo el cuerpo entumecido y más delgado de lo que recordaba. He sentido algo de mareo al incorporarme y he tenido que volver a acostarme. Me han pedido que no sea impaciente y que debo ir poco a poco, que no me obsesione y que me centre en las tareas de una en una, como pequeños retos. Creo que piensan que estoy un poco grogui.
—¿Va todo bien? —pregunta Iván antes de sentarse a mi lado sobre la cama. Me observa mientras saco mis cosas y las inspecciono detenidamente.
—Sí, solo es que… No sé… Nada de esto parece mío —contesto, desdoblando las prendas una a una y analizándolas con atención—. No digo que sea feo, es solo que no recuerdo haberlo comprado.
—¡Ya está la quejica! —se escucha tras la cortina. Iván se ríe disimuladamente cuando me ve fruncir el ceño en esa dirección.
—¿Y mi portátil?
—El médico te dio ordenes al respecto: nada de forzar la vista con pantallas.
—¿Y tú quién eres ahora, mi supervisor?
—¡Tengo una nieta a la que estaría encantada de presentarte, chico! —se oye al otro lado de la cortina.
—¿Y dónde está, si se puede saber? —protesto de mala uva—. No he visto a nadie sacando número en la puerta a la hora de las visitas.
Enseguida me arrepiento de mis palabras, incluso antes de notar el gélido silencio y de ver la cara desencajada de mi acompañante.
—Lo siento, señora —me disculpo—. Deben de ser las pastillas. Juro que no soy así en mi vida real.
—¿Tu vida real? —responde enseguida—. ¿Y qué es esto para ti, el capítulo de una novela?
Se me escapa una sonrisa.
—Pues más bien sí —agrego.
—¡Vaya tontería!
—De verdad que lo siento.
—Tranquila. Si tienes razón. Aunque no es que haya visto mucha cola en tu lado tampoco —murmura—. Mi nombre es Encarna, por cierto.
—Yo soy Rebeca.
—Lo sé, hija. Lo sé.
—¿Abro la cortina? —me sugiere Iván por lo bajinis.
Niego rotundamente con la cabeza. No me apetece que se enrolle la señora a contarme su vida ahora.
—¿Os importa que ponga la novela? —agrega ella al rato.
—No —decimos al unísono.
Será genial que esté entretenida en otra cosa ajena a nosotros.
—¡Échale monedas al cacharro, niño!
Me quedo atónita con las confianzas que se toma con él. La obedece sin rechistar y, mientras se acerca al otro lado, aprovecho para seguir cotilleando entre mis cosas, que me siguen pareciendo de otra.
Encuentro mi teléfono y lo enciendo. Ahora no me pide contraseña, y la agenda de contactos aparece completa. Entro en la aplicación de correo, pero está vacía y sin configurar. Lo mismo ocurre con la de WhatsApp y, lo que es peor, con mi archivo de imágenes. Ni una sola foto.
—¿Qué le ha pasado a mi teléfono? ¡Nada está como antes!
—Lo siento. Al final ha tenido que restaurarlo —responde y, tras pasarle el mando a distancia a mi vecina de cama, vuelve a ocupar su asiento—. Dice que en la copia de seguridad de iCloud solo habías incluido la agenda de contactos.
—¡Qué fastidio! Contaba con las fotos y las conversaciones de WhatsApp para tratar de recuperar algo de mi memoria. Si al menos me hubieras traído el portátil… Allí seguro que tengo mis emails y mis fotos.
—Pues ya las recuperarás cuando volvamos, ¿no? Ahora no te preocupes por todo eso.
—No tengo Internet.
—¿Has desbloqueado la SIM?
—No.
—Pues ahí está el problema.
Pulso en introducir clave SIM.
—¿Y qué pongo?
—Tu contraseña —afirma en tono jocoso. «Se habrá quedado calvo».
—¿Será la misma que la de desbloqueo?
—Si la cambiaste, sí. Si no, será la que venía en la tarjeta que traía la SIM.
Pongo 1234. Enseguida aparece en la pantalla que quedan dos intentos.
—¡Mierda! No es 1234.
—Prueba 4321.
Lo hago.
—¡¡Es esa!! ¿Te lo había dicho antes?
—No. Pero solo a alguien que pone 1234 como clave de desbloqueo, se le ocurriría poner la de 4321. Lo he dicho a voleo.
—Pues me alegra ser tan simple —afirmo, encantada—. ¿Y los donuts?
—Llevas mucho tiempo sin comer, con el gotero. Te han dicho que poco a poco y con dieta blanda.
—Pffffff, ¿en serio me fijé en ti?
Hace un gesto muy gracioso con la cara, como de te dejo por imposible, y cambia de tema.
—En cuanto a la agenda de teléfono, me ha dicho mi amigo que tal vez eches en falta algunos números. La fecha de la última actualización era bastante antigua. No eres muy cuidadosa con las copias de seguridad, ¿verdad?
—Bueno, tu teléfono sí aparece, por lo que veo, así que al menos hace un año desde que la hice.
—Sí. Por lo visto era de hace seis meses, aproximadamente. Si conociste a alguien entre ese intervalo, lo habrás perdido.
—Eso no me preocupa. —Estoy revisando mi agenda desde la A hasta la Z—. ¿Cómo se llama tu amigo? ¿Lo conozco?
—No, creo que no.
—¿Crees?
—Bueno, es del trabajo, no me suena habértelo presentado. Se llama Carlos.
—¿A qué te dedicas?
—Soy arquitecto.
—¿Arquitecto? —lo digo como meditándolo o buscando en mi memoria algún rastro—. Suena interesante.
Me apetece llamar a Inés, pero Encarna ha subido el volumen a la cota máxima, y si le digo que lo baje va a poner la antena en esta dirección. Decido enviarle un mensaje.
Yo: No te asustes. He vuelto del más allá. No puedo llamarte porque no estoy sola, pero tengo muchas preguntas y necesito respuestas. ¿Por qué no estás aquí?
A los dos minutos tengo una respuesta.
Inés: Estoy llorando de la emoción, cabrona. ¡Qué susto me has dado! Llevo dos semanas sin pegar ojo. Si los gemelos me salen sonámbulos, será solo culpa tuya. Bienvenida al mundo de nuevo. No me dejaban volar, pero ahora no puedo estar más feliz.
No doy crédito a lo que acabo de leer y decido llamarla. Estoy tan nerviosa que los dedos no me dan de sí para escribir.
—¿Gemelos? ¿De qué hostias estás hablando?
—¿Te has dado un golpe o qué? —responde.
—¡Pues claro que sí!
—¡Ay, mi madre! ¿Estás amnésica? —me grita, como si también hubiera perdido facultades de oído.
—Eso dicen… —respondo con resignación—. He perdido cerca de dos años de mi vida. ¿Te lo puedes creer? Mis últimos recuerdos son de enero de dos mil diecisiete y, por lo visto, estamos en noviembre del dieciocho. ¿Lo estamos de verdad, Inés? —Escucho su risa al otro lado del teléfono—. No te rías, capulla. He llegado a pensar que a lo mejor me estaban gastando una broma para la tele o algo, pero aquí los actores son dignos de un Óscar.
Acabo de reparar en mi acompañante, no sé si le habrá molestado el comentario, aunque parece entretenido con su teléfono.
—Pero ¿te encuentras bien? —me pregunta ella—. Por lo demás, quiero decir.
—Sí, sí, no tengo secuelas físicas, solo dolor de cabeza y me mareo un poco cuando me levanto. Por cierto, ¿puedo fiarme de un tal Iván que es arquitecto y lo tengo aquí delante? —Enseguida me mira y le pongo cara de circunstancia, pero… ¡qué leches!, me fío más si me lo confirma ella que el médico de esta mañana, por muy neurocirujano que sea.
—¡Ay, la virgen! ¿A él tampoco lo recuerdas?
—No.
—Me estoy acordando de aquella de la película del tío bueno… ¿cómo se llamaba?
—¿Me lo preguntas a mí?
Se ríe.
—Claro que puedes fiarte, ¡sales con él!
—¿Y qué es eso de los gemelos? ¿Estás embarazada? ¿Tú también tienes pareja?
—No, solo voy a ser madre.
—Pero ¿tú sola?
—Tampoco recuerdas lo de la fertilización in vitro, por lo que veo.
—Me suena algo que dijiste una vez, que si a los treinta y cinco no tenías pareja, lo harías. Pero no pensé que lo llevarías a cabo ni tan pronto.
—Pues, sí, ya ves… Soy una mujer de palabra.
Iván me hace un gesto con las manos para indicarme que baja a tomarse algo. Afirmo levantando el pulgar y lo veo desaparecer por la puerta. Es un alivio para poder hablar a mis anchas con mi amiga.
—Esto es horrible, Inés. ¡Hay tantas cosas que no logro recordar!
—Al menos, no me has olvidado.
—Pero ¿cómo iba a olvidarte, idiota?
—¡Joder, has olvidado a tu novio!
—¿Y por qué vivo aquí?
—Te largaste en pos del amor.
—¿Y cómo se lo tomó el jefe?
—¡Fatal! Tuvisteis una discusión de pelotas.
—Me muero por volver, Inés. No sé qué hago aquí ni cómo he podido largarme con un desconocido así por las buenas.
—Ya imagino… y me encantaría tenerte aquí de nuevo.
Noto algo raro en su forma de decirlo.
—¿Pero?
—Pero con todo lo que sacrificaste para marcharte… Creo que deberías esperar a recuperarte, si estás tan confusa.
—Es que se me hace raro estar aquí sin conocer a nadie. Deberían trasladarme a un hospital de allí, para estar cerca de vosotros. En cuanto me den el alta, cogeré el primer avión que salga. Eso lo tengo clarísimo.
—Bueno, yo no le conozco mucho, solo coincidimos un par de veces; pero a ti sí y, si vienes, en cuanto te recuperes, querrás marcharte de nuevo.
—¿Y si no me recupero?
—¿Eres boba? Eso no va a pasar —responde, y su voz desprende confianza—. ¿Qué te han dicho los médicos?
—Que iré recuperándola poco a poco —le cuento, resignada—. Pero no me suena nada de lo que hay en mi bolso, excepto el móvil y las llaves de mi casa. Ni siquiera mi carné de identidad es igual, me lo renovaron este verano y ni me reconozco en la foto. Aunque eso siempre me pasa. El caso es que necesito recuperar la memoria cuanto antes para que me dejen largarme.
—¿Lo ves? Pues déjate mimar y echad un buen polvo. Ya verás que así todo resurge de nuevo.
—¿Qué dices? No me atrae de ese modo —respondo en un susurro.
—¡Habla más alto, que no te escucho!
—Es que no quiero que me oiga la vieja.
—¿Qué?
—Déjalo. Mejor por WhatsApp.
Yo: A ver, es que mi compañera de cuarto está obsesionada con Iván. ¡Parece su nieto! Te decía que no está mal, pero no es mi tipo.
Inés: ¡Venga ya! ¿Que no es tu tipo? Lo vuestro fue un flechazo. Volverán a saltar las chispas, ya lo verás.
Yo: ¿Qué hay de mi padre?
Inés: ¿No habéis hablado aún?
Yo: Se enfadó conmigo, por lo visto, cuando decidí largarme. Y no lo entiendo. Jamás hemos discutido.
Inés: Quizás, con lo ocurrido, tengas una buena excusa para solucionar lo vuestro. No hay padre que no se derrumbe ante una hija amnésica.
Yo: ¿Hablamos mañana? Ha vuelto mi presunto novio y me da no sé qué tenerlo ahí abandonado después de haberle pedido que pase la noche conmigo.
Inés: ¿Os lo vais a montar con la abuela de mirona?
Yo: ¡Vete a la mierda!
Inés: ¡Qué feliz estoy de tenerte de nuevo!
Capítulo 2
Nunca olvidaré el día que la conocí. Parecía tan perdida en aquel lugar, que creí imprescindible acercarme a ella. Llevaba un tiempo observándola y, aunque de vez en cuando se arrimaba a algún corrillo, no se la veía cómoda. Deduje que no traía acompañante. Lo mismo me ocurría a mí, en el último momento me quedé colgado y a punto estuve de echarme atrás yo también. Pero mi amigo jamás me lo habría perdonado.
No me di cuenta de que la estaba mirando fijamente hasta que vi en su cara el gesto típico de ¿y tú qué miras? No supe reaccionar y giré la cabeza, buscando a mi alrededor para encontrar al destinatario de su mirada, como si dudara de que la cosa fuera conmigo. Sonrió y se sonrojó al mismo tiempo, a lo que yo respondí con un guiño. Entonces se acercó hasta quedar frente a mí.
—Ahora no te escaquees —me dijo, en cuanto la tuve delante—. ¿Se puede saber por qué me mirabas así?
Me gustó aún más al verla de cerca. Sus ojos grandes y oscuros, enmarcados por una sombra verdosa que se había maquillado sobre los párpados, contrastaban con el moreno de su piel y el brillo dorado de su pelo.
—¿Para qué necesitas un porqué? —le respondí, imitando su sonrisa.
—Para tener una excusa por haber venido.
—¿Al festejo?
—¿Festejo? —preguntó riendo—. ¿De qué libro del siglo pasado has salido tú?
—Mira la moderna, que necesita una excusa para acercarse.
—Muy agudo, pero me acabas de dejar sin excusas.
—¿Tan rápido te he decepcionado?
—Hablaba de excusas, no de motivos.
—¿Y quién necesita las excusas?
—A mí me han servido de mucho hoy. Tal vez las plante en mi jardín para tenerlas a mano, junto al perejil y la albahaca.
—Ya veo por dónde vas… ¿Estás buscando una excusa también para invitarme a tu cocina?
—Creo que te estás aprovechando de mis excusas indebidamente.
—No seré yo quien ponga alguna excusa a cocinar contigo… ¿Mañana tal vez?
—Si lo dices así, no habrá excusa que valga. Excepto que la cocina y yo somos polos opuestos.
—Está bien, ya lo has conseguido. No pongas ni una más. La cena corre de mi cuenta.
Capítulo 3
Rebeca
Madrid, 12 de noviembre
He tenido un sueño extraño. Buscaba a alguien en un lugar lleno de gente y luces intermitentes, como una especie de pista de baile en la que no recuerdo haber estado antes. A lo lejos, entre la multitud en constante movimiento, observaba un rostro que permanecía quieto. Lo veía borroso, excepto por su mirada que, según me iba acercando, aparecía más nítida. Eran unos ojos con el azul más intenso que he visto en mi vida. Parecían irreales incluso. Trataba de decirle algo mientras me miraba sin apenas parpadear. Pero no me salían las palabras, era como si tuviera la lengua pegada al paladar. Cuando al final conseguí despegarla, de mis labios solo salió la palabra: agua. Me asusté y desperté enseguida. Creo que mi consciencia lo ha relacionado con el despertar del coma. Por suerte, o desgracia, he comprobado que todo estaba en orden y que seguía ingresada en el hospital.
Le he contado el sueño a Inés cuando se han llevado a Encarna para asearse, y aprovechando que Iván se ha marchado temprano a su trabajo.
—No le des importancia, serán los ojos de Iván. Tal vez sueñas eso porque tu subconsciente trata de traértelo a la memoria. El cuerpo es muy sabio, mi madre lo dice a todas horas.
—Pero no son los ojos de Iván. Los suyos no tienen ese punto de azul tan… intenso, son más claritos y tirando a grisáceos.
—Quizás era por las luces de las que hablas, que los intensificaban. De todos modos se trata de un sueño, no le des tanta importancia.
—No es solo el sueño, Inés. Tengo como una sensación extraña, una especie de déjà vu inverso.
—¿Déjà vu inverso? ¿Y eso qué coño es?
—A ver cómo te lo explico… No es esa sensación exacta de esto ya lo he vivido antes. Es más bien algo que intenta revelárseme, pero desconocido. Noto la necesidad de encontrar algo que añoro. Pero no sé qué es. No consigo llegar adonde sea que lo tengo guardado en la cabeza.
—Cuéntaselo a tu médico. Supongo que será el proceso de tu cerebro, que nota que le falta información.
—Puede ser —respondo, pensativa—. Pero ¿te suena que haya conocido a alguien en los últimos meses?
—No, cariño, de verdad. Me encantaría ayudarte. Pero te aseguro que tu única obsesión en este último tiempo ha sido Iván. Irte a vivir con él a Madrid fue una decisión que te costó mucho tomar, porque te daba miedo dejarlo todo atrás.
—Ya, eso también me ha sorprendido —respondo—. ¿Cómo pudo convencerme?
Al mismo tiempo que mantengo la conversación, estoy revisando minuciosamente el contenido de mi bolso y mi cartera de nuevo, en busca de cualquier pista que me lleve al recorrido de este tiempo transcurrido.
—Creo que te presionó un poco para que lo hicieras. Bueno, más que presionarte, tenías miedo de que la distancia acabara con lo vuestro y decidiste dar el paso —me explica—. Esa sensación rara de la que hablas tal vez sea eso, impotencia por no recordarlo.
—¿Podrías hacerme un favor? —se me ocurre en ese instante—. He perdido todos mis WhatsApp.
—¿Cómo?
—Olvidé la contraseña del teléfono y en la restauración solo han podido salvarme la agenda. Necesito una copia del historial de nuestras conversaciones. ¿Harías eso por mí?
—¡Claro que sí! Pero… me llevará siglos hacer tantos pantallazos para reenviártelos.
—No. No hacen falta pantallazos. He visto que hay una opción para guardar y enviar todo el historial de un chat por correo electrónico —afirmo con gran entusiasmo—. Hice la prueba con nuestra conversación de anoche y se envía en formato texto, sin imágenes.
—Ok, pues miraré la forma de hacerlo. Es una idea excelente, Rebe. ¿Cuándo te dan el alta?
—No sé. Si todo va bien… quizás en unos días.
—¡Cuánto me alegro! Seguro que fuera del hospital recuperas antes la memoria. Solo necesitas algo de intimidad con él —sugiere, aparentemente convencida.
—Eso espero —respondo, resignada—. Aunque, no sé, le noto raro conmigo.
—¿Raro? ¿Cómo?
—Pues, no sé… ¿incómodo?
—Puede que discutierais o algo el día de tu llegada. Es que… —se queda un momento sospesando su respuesta.
—¡Habla!
—Seguro que es una tontería —continúa—. Pero el día del accidente me dejaste un mensaje. Espera que lo busco. Ah, no, qué tonta, no puedo, que estamos hablando.
—Pues reenvíamelo y te llamo cuando lo reciba.
Inés: Entiendo que no quieras cogerme el teléfono. Ahora sí sé que lo he jodido todo por nada. No creerías lo que me ha pasado. O sí. Tú sí.
—Joder, pues no parece que sea una tontería —deduzco—. ¿Y por qué no querías cogerme el teléfono?
—Nada… fue una chorrada —responde, algo dubitativa—. Discutimos el día antes por una bobada. Ya ni me acuerdo.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo? ¿No me respondiste ni te lo expliqué?
—Eso fue todo. En realidad, no contesté tu llamada porque estaba en la consulta del ginecólogo y lo tenía en silencio —me explica—. Después te llamé, pero no te localicé hasta el día siguiente. Bueno, en realidad me respondió Iván, pobre, con una voz de ultratumba por el shock, y me puso al corriente de lo sucedido. Me pasó su teléfono y nos hemos mantenido en contacto por WhatsApp. Ahora entiendo lo que me decías, que debía conocerlo mejor antes de juzgarlo. Y es un buen tío, la verdad. También me preguntó por tu familia y, más o menos, le puse al día de todo. Por lo visto tu madre se ha presentado. ¿La has visto?
—No, se marchó a los dos días. Como está él aquí… se desentendió completamente, en su línea. —En realidad no me duele que se haya largado, incluso lo prefiero—. Aunque, por lo visto, tiene pensado volver. ¿Qué pretende? ¿Montar el numerito de la buena madre como hace siempre?
—O camelarse a Iván —opina—. Él ha sido un encanto en todo momento. No sé cómo ha podido compaginarlo con el trabajo, ha pasado más tiempo en el hospital que fuera de él.
—¿Tú sabes cómo lo conocí?
—Sí, en la fiesta de inauguración del Bahía Luna, por si te sirve de referencia. Era el acompañante de Alejandra. Se lo robaste en su propia jeta, cabrona. Fue un flechazo absoluto, según tú, en la pista de baile.
—Sabes de sobra que yo no bailo.
—No hizo falta. Lo viste desde la barra y fuiste a por él como poseída —afirma, riendo—. Se me hace raro tener que recordarte todo esto después de la brasa que me diste con la historia.
***
Le he pedido a Iván que me traiga un cuaderno para ir anotando las cosas que me dicen y las que vaya acordándome por mi cuenta. Necesito ponerme al día cuanto antes. Me ha traído una agenda del tipo Bullet journal en color turquesa con una goma naranja para cerrarla y otra para el boli que lleva incluido. Tiene buen gusto el arquitecto.
ARCHIVO DE RECUERDOS:
- Me despierto de un
supuestocoma inducido, por un accidente de tráfico ocurrido el 30 de octubre. En Madrid. - Mantengo una relación con un arquitecto llamado Iván que me ha cuidado todo este tiempo.
- Mi madre ha hecho acto de presencia hace unos días.
- Por alguna extraña razón, mi padre y yo no nos hablamos.
- He soñado con un hombre misterioso y difuso, solo pude ver nítidamente sus ojos.
- Inés está embarazada. Fertilización in vitro.
- Según Inés, conocí a Iván en la fiesta de inauguración de un sitio llamado Bahía Luna. Iba acompañado por Alejandra, nuestra compañera de trabajo. Por lo visto, se lo “levanté” (mis genes maternos empiezan a aflorar y a hacer de las suyas, al parecer).
- Según Iván, mi padre se enfadó conmigo por marcharme con él a Madrid. (¿Odiará a Iván?). Me gustaría llamarlo, pero no sé qué decirle sin que se preocupe. Aún no sé si mi madre se lo habrá contado ya. Entiendo que no, me habría llamado él enseguida. A no ser que esté demasiado enfadado conmigo por algo que desconozco, cosa que me preocupa más aún.
Capítulo 4
—¡Cásate conmigo!
—¿Estás loco? ¡Solo llevamos saliendo un mes!
—¿Ya están las excusas interponiéndose entre nosotros?
—No las metas en esta conversación, que sabemos cómo terminan.
—Las estás usando, ¿es que no te das cuenta?
—…
—Que te tapes la boca no va a servirte de excusa para responder.
—…
—¿Eso es un sí?
—No he movido la cabeza afirmativamente, solo me estaba riendo.
—Está bien, lo tomaré como un sí. A no ser que quieras poner otra excusa.
—Bueno, tú lo has querido: pon una fecha. Pero ten por seguro que allí no estaré.
—¿La decido yo? En ese caso, te mandaré la invitación como al resto de los invitados.
—Capaz serías…
Capítulo 5
Rebeca
Madrid, 13 de noviembre
Nada nuevo en mi memoria. Se me hace tan extraño que estemos en noviembre de dos mil dieciocho. He leído por Internet las noticias más destacadas de este periodo que me he perdido, para ver si alguna de ellas hacía chas en mi cabeza y me traía de vuelta. Pero nada. Si no fuera porque tengo la pantalla del teléfono delante, confirmándome el día en el que vivo, no me lo creería. Tengo la sensación de que acaba de comenzar el dos mil diecisiete. Tan solo hace un par de semanas que terminaron las vacaciones de Navidad. ¡Y qué ganas tenía! Siempre son incómodas para mí esas fechas: no tengo relación con mi madre y me afecta bastante nuestra situación cuando llegan los días señalados. Pero a lo que todavía no doy crédito es a que nos hayamos enfadado mi padre y yo.
Me dan el alta tres días más tarde, y cita para revisión en diez días. No encuentran ninguna anomalía en las pruebas, salvo que sigo sin recuperar la memoria, y han decidido que puedo marcharme a casa con mi supuesto novio, animándome con que, tal vez, recupere mis recuerdos en un entorno más cercano y familiar. Pero no me recomiendan volar a casa, el neurocirujano quiere mantenerme aquí y no arriesgarse tan pronto a derivarme con otro médico.
Pero aquí, nada de lo que tengo ante mis ojos es cercano ni familiar. Por lo visto, solo llevaba algunas horas en la ciudad cuando ocurrió el accidente y ni llegamos a encontrarnos. Me han contado que llovía y que hubo un golpe en cadena, yo viajaba en un coche de la compañía Uber que me llevaba al aeropuerto. El conductor tuvo más suerte que yo, salió ileso. Aunque se llevó un buen susto cuando me vio sin conocimiento. Estuvo en contacto con Iván al principio y me envió unas flores. Me han dado todos los detalles sobre el accidente y el trayecto que realizamos desde mi punto de recogida. También han sugerido que, a lo mejor, si realizo el mismo recorrido podría ayudar a mi memoria. Pero me da un poco de miedo volver a subirme en un coche para hacerlo. Soy algo supersticiosa para estas cosas y no quiero tentar a la suerte. He decidido que, de momento, me moveré en metro. Si es que consigo aprender a utilizarlo, soy un desastre para orientarme y cuando he viajado a ciudades con metro, y lo he usado, he aparecido en el sitio opuesto al que me dirigía. Aunque Iván me asegura que en el de Madrid no me ocurrirá lo mismo, es de los más sencillos y no tiene andenes compartidos con otras líneas, como ocurre en el de Londres que es el ejemplo que le puse.
Estoy un poco intranquila por Encarna. Al final, le he cogido cariño en estos días que hemos compartido. Pasar veinticuatro horas durante varios días seguidos con alguien es lo que tiene, que terminas contándole tu vida. Aunque, en nuestro caso, ha sido ella quien me ha puesto al tanto de la suya, de la mía estaba completamente al corriente. He prometido ir a visitarla hasta que le den el alta. Su hijo apenas aparece por el hospital, se escuda en el trabajo, y con su nuera anda limando asperezas. Y la nieta es aún peor, tanto que presumía de que se la podía presentar a Iván… Es una nini mimada, caprichosa y egoísta de mucho cuidado. El único que se salva es el nieto, pero trabaja en una gasolinera por las tardes y va a la universidad por las mañanas, apenas dispone de tiempo libre.
***
Iván no ha traído el coche. Le pedí que fuéramos en metro hasta su casa. Es la primera vez que voy a pisar su territorio y estoy nerviosa. Sigo sin recordarle. Aunque para mí ya no es un extraño; o, al menos, no tanto como al principio.
—Háblame de nosotros —le dije la primera noche tras colgar con mi amiga. Me había dejado un paquete de donuts de azúcar sobre la cama tras subir de su salida para dejarnos hablar a solas—. ¿Ahora sí puedo comerlos, doctor?
—Anda, niña, cásate con él y deja de refunfuñar. —Me dio la risa floja al escucharla. Reconozco que tiene su gracia la abuela.
—No sé por dónde empezar —respondió él, algo cortado.
—Por el principio, hijo, por el principio. Siempre por el principio —volvió a entrometerse la vecina del pelo blanco—. Esa historia le va a encantar. Y no te dejes lo de la tarta.
—¿Le has contado nuestra vida privada?
—No, no —se apresuró ella—, él te lo contaba a ti, para que despertaras.
Al final, Encarna ha ayudado bastante a que me sienta cada vez más cómoda con mi acompañante, me ha servido de filtro para aprender a confiar en él. Aún así, y durante todo el tiempo, tengo la sensación de que en realidad me cuentan la vida de otra. Yo sonrío y les agradezco que me pongan al día de mis cosas, pero solo con Inés consigo sentir que conecto con mi vida real.
Su apartamento es pequeño. Nada en la decoración me trae recuerdo alguno. No hay fotos, ni suyas ni mías ni nuestras. De hecho, apenas hay objetos de decoración. Todo muy impersonal y escaso.
—Siempre he imaginado el apartamento de un arquitecto con más bombo y estilo, será por las películas —le digo.
—Bueno, ya sabes lo que se dice: En casa del herrero…
—¿Son estas mis maletas? —Están junto a la puerta de entrada.
—Es que… no sabía si tú… Vamos que como ha ocurrido esto, no sé si estaría bien que…
Se rasca una mejilla pensativo.
—Te preguntas si quiero dormir contigo o por separado, ¿es eso?
—Sí, bueno, es que Inés me ha hablado de una película que…
—… ¡Vaya por Dios! —le corto—. Ya estamos con la dichosa película. ¡Qué pesada es!
—Ella solo trata de ayudarnos a sobrellevar esto —la defiende enseguida.
—Mira, voy a serte sincera: yo no siento lo mismo que sentía. Eso es evidente. Supongo que para ti será extraño también y agradezco tu forma de comportarte conmigo, respetando mi espacio y sin… tocarme ni… besarme y esas cosas. Acostumbrarme a ti durante estos días ha sido mejor de lo que esperaba gracias a tu actitud. La presión habría podido conmigo, creo. No estoy preparada para lo nuestro, esa es la verdad.
—Tranquila. Lo sé. Yo tampoco. —Lo miro extrañada—. Bueno, es raro estar al lado de alguien que no me reconoce ni se acuerda de nada de lo vivido anteriormente —agrega—. En el fondo es como si tú tampoco fueras tú.
—¿Ves? Eso no pasaba en la película —respondo.
—Entonces, ¿tú también vas a empezar con la película? —añade, riendo, y me gusta que lo haya dicho. Creo que voy a poder con esto, hasta que recupere la memoria.
—¿Y dónde voy a dormir?
—Ven, te enseño la casa.
Hay dos habitaciones y me ha ofrecido la grande para que pueda guardar toda mi ropa cómodamente en su armario. Pero decido no aceptar su amable gesto. Suficiente es que me aloje en su casa, después de haberme dicho que ya no soy la misma para él.
La cocina es amplia, para ser un piso de dos dormitorios, dispone de una mesa para comer cuatro personas cómodamente. El salón es más normalito y casi todo el espacio lo ocupa un sofá enorme donde podría dormir un adulto sin necesidad de flexionar las piernas. Veo una caja de mudanza en mi nueva habitación, que está trasladando en este momento al suyo.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
Se lo piensa un poco.
—Un par de semanas.
—¿Un par de semanas? —me sorprendo—. ¿Te mudaste mientras yo estaba en el hospital?
—¿Por qué tengo la sensación de que tratas de indagar buscando algo negativo?
—¿A qué te refieres?
—No sé, Rebeca. A veces, me haces sentir incómodo. Como si fuera culpable de algo.
—Lo siento —me disculpo—. Es que… esto no es nada fácil para mí.
—Tampoco lo es para mí. Así que, simplemente, déjate llevar.
—Eso intento.
—Pues ya somos dos —dice, antes de abandonar mi habitación.
—Por cierto. —Lo sigo hasta su dormitorio—. Me gustaría que me enviaras nuestro historial de WhatsApp. Necesito conocerte de nuevo.
—No tenemos —responde, tras dejar en el altillo de su armario la caja que ha sacado de mi nueva habitación.
—¿Cómo?
—Nosotros no hablábamos por WhatsApp.
—Pero eso es imposible, ¡yo soy muy de WhatsApp!
—Lo sé. Pero yo no. Nosotros hablábamos por teléfono.
—¿En serio?
«Esto se lo tengo que preguntar a Inés».
—¿Ves a lo que me refería? —dice a la defensiva—. No confías en mí.
«¿Puede leerme la mente?».
—Sí lo hago.
—Tus ojos te contradicen.
—Solo es que… No sé, me ha parecido extraño. Pero, vale. Si lo dices, te creo.
Lo sigo a la cocina. La verdad es que no sé muy bien qué hacer ni cómo comportarme. En el hospital era más sencillo dejarme llevar por las rutinas a las que prácticamente me conducían de la mano. Ni siquiera tenía que pensar, solo era una autómata cumpliendo mi misión de convaleciente.
—¿Tienes hambre? —Lo dice porque he abierto el frigorífico. Está lleno de provisiones.
—Sí que tengo. ¿Preparo algo para comer? Hace siglos que no cocino y me apetece mucho. La comida del hospital era insufrible.
—¿Tú cocinas?
—¡Claro! ¿Nunca he cocinado contigo?
—No. Siempre salíamos a comer.
—¿Siempre?
—Sí, bueno, tampoco hemos convivido mucho tiempo juntos… Vacaciones, fines de semana… Somos más de estar fuera que en casa.
—Pues hoy vas a probar mis famosos canelones vegetales con estas berenjenas y… ¿Tienes pasta de canelones? —se me ocurre enseguida.
—Es como la de lasaña, ¿no? —Abre un armario donde veo latas y distintos tipos de pasta y arroz. Me acerco también a buscar en su interior y localizo un bote de tomate triturado.
—No exactamente, por el tamaño —le voy explicando, a la vez que cotilleo por todos los muebles de la cocina y abro un cajón tras otro—. Pero te van a encantar. Si los probara Encarna, te obligaría a casarte conmigo —me sorprendo diciendo.
—He tenido que dejar algo a medias en la oficina para recogerte en el hospital y tengo que regresar —dice de pronto.
—¿Te vas?
—Sí. Pero esos canelones prometen, guárdame para la cena —responde, cogiendo su chaqueta que había dejado sobre el respaldo del sofá—. Ah y… cualquier cosa, llámame. ¿Vale?
—Tranquilo, estaré bien.
—La bolsa de las medicinas te la he dejado encima de la cama.
Decido dejar los canelones para la cena, es un plato para comerlo recién horneado. Me preparo un sándwich de pavo con lechuga, tomate y mayonesa, y me acomodo con mi portátil sobre la mesa baja del salón. Intento navegar por internet, pero enseguida caigo en que no tengo la clave wifi. Voy al rúter, que está en la entradita, y pongo la que aparece en la pegatina de debajo. Pero no es la correcta. Le escribo un WhatsApp, y a los dos segundos me la envía. «¿Ves que sí nos escribimos?», me hubiera gustado ponerle. Aunque decido no meter cizaña.
Lo primero que hago es entrar en mi perfil de Facebook. Volví a descargar la aplicación en mi teléfono, pero me ocurrió lo mismo que con la clave del móvil: no recordaba la contraseña. Suerte que en el ordenador la tengo memorizada automáticamente. ¡Qué raro está todo! Se ve que los de Facebook no han perdido el tiempo con sus cambios y actualizaciones de diseño. Cotilleo un poco por encima, pero enseguida me aburro.
Abro los mensajes privados, aunque no encuentro gran cosa, son sobre todo de páginas relacionadas con el mundo inmobiliario y del turismo. Reviso entre mis contactos y abro el perfil de Inés. ¡Está muy regordeta! Me hace gracia su foto de portada, sale con su barriga al aire y dos caritas pintadas sobre la piel bronceada. Echo de menos no estar allí.
Entro en mi muro y veo las últimas publicaciones que hice. Qué aburrida soy, apenas actualicé en el último año. Debo de haberme convertido en una de esas que se echan novio y se olvidan del mundo exterior. Busco entre mi listado de amigos el nombre de Iván, a ver si él ha sido más espléndido. Pero no aparece. «¡No me jodas! ¿También es de esos que no tienen vida en las redes sociales? ¿Y cómo pretende ayudarme así?». Salgo de Facebook y llamo a Inés.
—¿Qué tal está mi Dori?
—Qué graciosilla…
—¿Alguna novedad?
—Nada. Sigo sin recordar a mi supuesto novio. Aunque hemos tenido nuestra primera discusión, tal vez vayamos por buen camino.
—¿Por qué habéis discutido?
—Porque dice que desconfío de él.
—¿Y desconfías?
—Lo normal cuando alguien se despierta en un hospital y se encuentra con un desconocido que dice ser su novio.
—Ya… Tiene que ser duro. Pero mira el lado bueno: podéis volver al principio. Esa es la mejor etapa. El coqueteo, la incertidumbre… ¡Es fantástico!
—No sé qué decirte —respondo, algo desanimada. He dejado el sándwich a medias en el plato—. Es que siento hacia él como una especie de rechazo innato. Como si me hubiera hecho algo malo o me ocultara alguna cosa.
—Y luego soy yo la películas…
—Le he estado dando vueltas al mensaje que te envié antes del accidente, y ese No te vas a creer lo que me ha pasadotuvo que ser algo muy gordo. Si no, ¿por qué me dirigía hacia el aeropuerto? Se suponía que ese día acababa de aterrizar, ¿no?
—Yo pensaba que el accidente ocurrió desde el aeropuerto hacia su oficina —afirma, extrañada—. ¿No fue así?
—¡No! Según el informe del seguro: el coche me llevaba al aeropuerto. También Iván me lo ha corroborado.
—¡Hostias! Pues eso sí que no lo entiendo —agrega—. ¿Y le has preguntado a él sobre ese detalle, si discutisteis o algo? Porque eso casa también con el mensaje.
—Ahora no puedo hacerlo. Se ha puesto a la defensiva por una simple chorrada. Si le saco eso, pensará que vuelvo a desconfiar.
—Pues no debería tomarse a mal que quieras indagar —opina, algo contrariada—. Es importante para recuperar tu memoria.
—Tienes razón. Se lo preguntaré.
Tras colgar con Inés, se me ocurre investigar en mi archivo de imágenes del ordenador. Voy pasándolas una por una, desde el último año, y no encuentro ninguna en la que aparezcamos juntos. ¿Tampoco somos de los que se hacen fotos? A lo mejor no las llegué a pasar al ordenador y se quedaron en mi teléfono.
***
—¡Está buenísima la musaka! Pero ¿no ibas a preparar canelones?
—Al final no tenías la pasta.
—Y todos los ingredientes que lleva esto, ¿estaban en mi cocina?
—Sí. Lo raro es que tuvieras berenjenas. ¿Cómo las preparas tú?
—Hago una especie de sofrito con un huevo escalfado dentro.
—Eso suena muy bien, me gustaría probarlo algún día.
—Claro —responde, sin levantar la mirada del plato. Come como una lima—. Aunque no está mejor que esto, te lo garantizo
—Es una de mis armas secretas. ¿Cuál utilicé para conquistarte?
—No fue necesaria ninguna arma secreta —responde.
Parece bastante reservado. Aunque Encarna dice que se mostraba más apasionado contándome nuestras historias cuando estaba dormida, y que con mis lagunas mentales lo intimido un poco. Tal vez me haya convertido en otra persona. Pero yo me noto igual. Bueno, quizás soy un poco más arisca, aunque eso dice el neurólogo que es normal en mi estado, por el traumatismo, que puedo sentir altibajos y cambios bruscos de humor.
También he llegado a pensar que quizás dejé de quererle o algo, y me enamoré de otro, y que por eso tengo ese sueño tan extraño que sigue apareciendo en mi cabeza.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro —responde, tras limpiarse los labios con su servilleta.
—Ese día, el del accidente, ¿nos vimos?
—No —contesta, tajante, y le da un sorbo al agua de su vaso—. No fui a la oficina. Me llamaron a primera hora para visitar una obra. Pero llegué enseguida al hospital. Te llamé por teléfono y el propio conductor del Uber respondió mi llamada. Tenía todas tus cosas y quedamos allí.
—¿Y qué explicación le das a que me dirigiera al aeropuerto sin haberte visto siquiera? —me atrevo a preguntarle—. Acababa de aterrizar, prácticamente.
—Tenías muchas dudas sobre lo de trasladarte aquí. Tal vez cambiaste de opinión. —No me mira al responder, se entretiene dando vueltas a un trozo de verdura con el tenedor —. Me duele un poco hablar de todo esto, por eso he sido algo esquivo con el asunto. No es fácil asimilar que decidieras marcharte así por las buenas, ¿sabes? —Ahora sí me mira fijamente—. No creas que yo no lo he pensado también.
Tiene razón. Me siento un poco mezquina tratando de responsabilizarle de algo que, tal vez, sea solo culpa mía.
—¿Nuestra relación iba bien?
—Por mi parte sí. —Me está mirando y parece sincero.
—¿Te hablé de alguien que hubiera conocido?
—¿A qué te refieres?
«Joder, ¿qué estoy diciendo?».
—No me hagas caso. Es solo… una sensación.
—¿Piensas que tenías una aventura?
—Noooooooo.
—Pues ha sonado a eso.
—No me hagas caso, ¿vale? Lo recordaré todo, y volveremos a la normalidad.
Se ha levantado a recoger la mesa y enseguida sigo sus pasos. La situación es un poco tensa, yo diría que incómoda. Imagino que él tampoco se encontrará en su salsa. En el hospital, al menos, solo se veía obligado a compartir conmigo el tiempo que él mismo decidía que durase la visita. Aquí la cosa cambia, estoy invadiendo su espacio.
—¿Te apetece hacer algo? —pregunta, mientras mentemos los platos en el lavavajillas.
—¿De qué tipo?
—Pues… dar una vuelta y olvidarnos de que tú no recuerdas quién soy, y de que yo tal vez no sepa quién eres realmente.
—¿Cómo no vas a saberlo? —lo digo con una sonrisa e intentando ser amable.
—No sé, casi acabas de confesarme que quizás exista alguien más en tu vida… ¿Te parece poco?
—¡Olvídate de eso!
—No creo que pueda. Empiezo a verte con otros ojos.
—Anda, ¡no exageres! —le doy un pequeño empujón con mi hombro para restarle importancia—. Venga, larguémonos de aquí. Nos vendrá bien un poco de aire fresco.
Cogemos los abrigos y salimos a la calle. Más que fresco, hace un frío de narices. Caminamos en silencio, completamente sumergidos en nuestros pensamientos.
Me gustaría poder mirar a través de un agujero y ver un capítulo de nuestra vida en común o una pequeña escena. Observar nuestra química o la frustración o lo que fuera que hubiera. Algo que me ayude a no sentirme una intrusa o, lo que es peor, una impostora.
Es tan distinta nuestra situación a la película de la que habla Inés. La hemos recordado juntas, la vimos en el cine, aunque no conseguimos sacarle el título ni cómo acababa. Pero tratándose de cine, acabaría como cabe esperar en una película romántica. La diferencia con lo nuestro en esa historia es que las dudas solo las sufría ella, porque no sabía quién era él; sin embargo, el marido sí tenía claro lo que existía entre ellos y luchaba para hacerla volver de su vacío mental.
—¡Háblame de nosotros! —le pido de nuevo, con entusiasmo esta vez—. ¿Qué solíamos hacer?
—Sobre todo, hablar por teléfono. Nos veíamos más bien poco, como ya te dije. El tener un avión de por medio es lo que tiene.
—¿Hicimos algún viaje juntos?
—Hace un par de veranos estuvimos en Nueva York.
—¿Un par? —me extraño—. Eso es imposible, se supone que llevamos un año y medio saliendo.
—¿Ya estás otra vez cuestionándonos? —se queja, resoplando. Ha parado de caminar y se pone frente a mí—. Nos conocimos en mayo del año pasado y en septiembre viajamos a Nueva York. Y fue increíble verte disfrutar así. —Me ha cogido de las manos y me mira fijamente a los ojos, o tal vez mira más allá de ellos, parece haberse transportado allí, a ese viaje—. Dijiste que no querías morir sin visitar esa ciudad y me las ingenié para darte aquella sorpresa.
—Lo siento —respondo cabizbaja—. Tienes razón, un año puede contener dos veranos, no me había parado a pensarlo.
Seguimos caminando, ha vuelto a guardar una distancia entre nuestros cuerpos.
—Háblame de ese viaje.
—Casi lo estropeo en el primer desayuno, por tu alergia a los frutos secos, ¿lo recuerdas? Ah, no, perdona. Es una forma de hablar. ¿Cómo vas a recordarlo?
—Pero ¿qué dices? —Me río—. Yo no soy alérgica.
—¿Ah no? —Me mira con los ojos como platos y para de caminar.
—¡No! No te estarás inventando esta historia, ¿verdad? —Entorno los ojos al mirarle.
«¿Me estará tomando el pelo adrede por haber desconfiado?»
—Ahora lo entiendo todo… —responde, arrugando la frente—. Fingiste lo de la alergia para no probar aquel sándwich que preparé de mermelada de fresa con crema de cacahuete.
—¡Qué asco! Un punto para mí, entonces —afirmo, riendo—. ¡La odio!
—Pues yo me acojoné un huevo pensando en tu alergia… Qué graciosilla, ¿no?
Me pregunto cómo se tomaría Inés que fuera sin ella a Nueva York. Es un viaje que siempre habíamos planeado hacer juntas. Pero, al trabajar en la misma empresa, nunca hemos podido coincidir en vacaciones.
—Es una lástima que perdiera las fotos de mi teléfono. No guardo esos recuerdos en mi ordenador tampoco. ¿Tú las tienes?
—Yo soy un negado para las fotos en los viajes, siempre te quejas de eso. Me temo que eres la reportera de nuestra historia. A mí me gusta disfrutar del momento, no tengo esa obsesión tuya por inmortalizarlo todo.
—Pues esa obsesión mía nos habría venido de lujo ahora en ti, me ayudaría a recordar.
—No te preocupes, saldremos de esta. —Aunque lo dice apesadumbrado.
Seguimos caminando en silencio. No puedo creer que no haya guardado una copia de seguridad de las imágenes de mi teléfono. ¿Cómo he podido ser tan irracional?
—Este sitio tiene buena pinta, ¿entramos? —propone.
—Me temo que lo están cerrando —respondo, al ver a un chico que acaba de salir a echar el cierre hasta la mitad de la puerta.
—¿Y qué tal si nos damos la vuelta? —Consulta la hora en su reloj—. Creo que se nos ha hecho un poco tarde y mañana tengo que pegarme un buen madrugón.
—¡Jo, qué suerte! —le digo, iniciando el camino de vuelta—. Yo debería buscar algo. Me siento rara en tu casa sin hacer nada.
—Deja que sean los médicos los que te vayan orientando. Tómatelo con calma, ¿vale?
—Qué remedio…
En realidad sí me he buscado una ocupación, sigo anotando en mi nuevo cuaderno todas las cosas que recuerdo y que me cuentan, para formar una cronología de acontecimientos y así tratar de analizarlo todo. El archivo de WhatsApp de Inés me sería de gran ayuda, pero dice que no consigue descargarlo de la forma que yo le digo, así que me ha ido enviando algunos pantallazos de las conversaciones que a ella le parecen relevantes o, lo que es lo mismo, que tengan que ver con Iván. En todas se me ve muy pillada por él, la verdad.
—Háblame de ti —interrumpe mis pensamientos y me sobresalto.
—¿Yo? —Me paro en seco y le miro con curiosidad.
—Sí, tú. Eso también puede ayudarte a recordar quién eres y por qué buscaste un amante teniendo a este pedazo de novio de cuerpo presente.
—No vas a olvidarlo, ¿verdad? —respondo, y me río de su ocurrencia. Estamos llegando al portal.
—No mientras tú no lo hagas.
—¿Y cómo voy a olvidarlo yo, si ni siquiera lo recuerdo?
—A mí tampoco me recuerdas y, sin embargo, no soy a quien echas el falta.
«Eso tiene mucho sentido… ¿Y si lo nuestro no iba bien? ¿Y si él sabe que existe alguien en realidad?».
—¿Por qué dices eso? —me intereso—. ¿Dispones de alguna información que desconozca?