Skip to content Skip to footer

¿Es tu última palabra? | Primeros capítulos


1

Aunque siempre es agradable reencontrarse con amigos a los que queremos y hace siglos que perdimos de vista, reconozco que la llamada de ayer me dejó más desconcertada que eufórica. No fui yo quien la recibió, en ese momento no me encontraba en el trabajo. Pero Rebeca aseguró que se trataba del mismísimo Darío Ferrant y que preguntó por mí directamente. Él es un famoso escritor de novela negra y amigo. Prácticamente crecimos en el mismo barrio, aunque a nuestro bloque se mudaron más tarde. Yo tendría unos quince recién cumplidos cuando nos conocimos, y él iba camino de los dieciocho. Ahí todavía no imaginábamos por dónde irían los tiros de su futuro profesional, y menos aún teniendo en cuenta lo introvertido que era. Le daba pavor enfrentarse a hablar en público.

Por avatares de la vida, llevamos varios años fuera de contacto. Aunque, para ser sincera del todo, creo que, desde el mismo momento en que nos conocimos, nuestra relación ha sido siempre así: una sucesión constante de encuentros y desencuentros.

Sigo su carrera muy de cerca y me empapo de todo lo que publica, ya sean libros o artículos en prensa, incluso siendo un género que no me atrae especialmente. Sus novelas han sido traducidas a diferentes idiomas y todavía hoy, cuando le veo intervenir en alguna entrevista por televisión o le escucho en la radio, me quedo perpleja con su desparpajo. No queda nada de aquel chico inseguro al que le costaba tanto abrirse a los demás. Siempre tuve la impresión de ser la única que lo conocía realmente, pese a que el paso de los años me ha llevado a entender que era tan solo una ilusión óptica y que simplemente me lo hizo creer, o lo creí por mi cuenta para sentirme especial.

—¿Qué llevas ahí? —le pregunto a Rebeca, mi socia. Viene abrazada a una caja y, por el modo en que la carga, parece pesada.

—Pues nada, que le dije a mi madre que iba a venir Darío Ferrant a Let-style, y no se le ha ocurrido otra cosa que anunciarlo en su club de lectura. Querían presentarse todas con sus libros en mano, como si esto fuera una librería, para que se los firme. Así que era esto o la fila de grupies en la puerta. Tú me dirás…

—Paso de ponerle a firmar, ¿eh? —respondo, algo arisca—. Va a pensar que la confianza da asco.

—Ya lo imaginaba. No te preocupes, se los firmaré yo. Tú tendrás alguno dedicado, ¿no?

Deja la caja encima del mostrador y empieza a sacar ejemplares con los nombres de sus respectivas dueñas pegados en pósits sobre la portada. Se ha puesto a contarlos.

—Sí, claro, pero no aquí.

—Pues cuando llegues a casa haces una foto de su firma y en un periquete me la aprendo. No habré imitado veces la de mi marido…

—Tú sabes que eso es ilegal, ¿verdad?

—¿Y quién se va a enterar?

—¡Esas cosas ni me las cuentes!

Camino hacia el baño y, una vez allí, me fijo en el reflejo que me devuelve el espejo. Se me ha escapado un mechón de la coleta. La deshago para volverla a armar con la ayuda de un cepillo que tengo sobre el lavabo. No puedo evitar sentirme nerviosa por la visita. ¿Por qué habrá elegido precisamente mi tienda? Apenas me acuerdo de la última vez que hablamos de verdad, sin recurrir a los tópicos ni al recurso del trabajo, la familia, los amigos… cuando nos hemos cruzado por casualidad en nuestro antiguo barrio. El último recuerdo real que tengo de él es el del incidente tras el baile en mi boda, y ahí ni siquiera estaba del todo presente. He regresado mil veces a ese escenario, subiendo las escaleras descalza y remangándome el bajo del vestido para evitar pisarlo al subir por la escalera. Los dos solos en aquella sala que ni siquiera puedo precisar si era grande o pequeña, si tenía muebles o si no, si había cortinas en las ventanas, lámparas de techo… Me viene una imagen más bien en penumbra, acompañada de su gesto —igual que si le tuviera ahora mismo enfrente—, desabrochándose el nudo de la corbata y taladrándome con la mirada; enseguida mis movimientos: unos pasos hacia atrás cuando él dio los suyos adelante; y luego lo que ocurrió después. Aunque mi nostalgia ha modificado la reproducción visual de aquella escena en infinidad de ocasiones, fantaseando y distorsionándola por completo de la realidad, en busca de otras salidas como posibles alternativas a la elegida, a pesar de no existir ninguna viable al paso que dio. Incluso he explorado en los registros de mi memoria para dar con un momento regresivo, al igual que hacemos con los ordenadores si nos fallan y rastreamos entre las copias de seguridad para dar con esa localización que tomaríamos como nuevo punto de partida. Intentando imaginar qué habría sido de nosotros si, desde el principio, hubiéramos actuado de una forma distinta a como lo hicimos.

Sacudo todas esas imágenes e ideas de mi cabeza y vuelvo a centrarme en el espejo. Respiro hondo y me animo mentalmente a tranquilizarme antes de salir: «Es agua pasada, Clara. No mires atrás».

—¿A qué hora vienen? —me intereso, tras regresar del servicio.

—Ya deberían estar aquí —me informa Rebeca. Está terminando de apilar de nuevo los libros en la caja. La cierra y la mete bajo el expositor.

—Qué raro… La puntualidad sí es una de sus virtudes.

Tras comprobar por enésima vez la hora, me acerco a la ventana que da a la avenida. Suele estar bastante concurrida por tratarse de una zona peatonal, y desde la primera planta se puede observar a los transeúntes con todo lujo de detalles.

—Y su mujer, ¿cómo es? —me pregunta—. ¿Qué talla usa? Algo podemos adelantar si la conoces. ¿Qué gustos tiene?

—La habré visto como mucho un par de veces. La última en la boda de la hermana de él —respondo, sin quitar los ojos de la calle—, y ni recuerdo cómo iba. No tengo claro su estilo. ¿A qué tipo de evento te dijo que iban?

—Pues precisamente a una boda.

—¿Qué te parece ese que nos llegó el lunes de corte asimétrico en los hombros? El azul eléctrico —se me ocurre de pronto. Cierro con un golpe de cadera el ventanal, que se atasca de tantas capas de pintura que lleva.

—Es que así sin verla… Me parece un poco atrevido ese modelo.

Normalmente captamos enseguida lo que busca el cliente en cada ocasión, solo con fijarnos en cuatro detalles de lo que lleva puesto y por la forma en que nos transmite el evento al que asistirá. Notamos si le entusiasma, si solo asiste por compromiso, si necesita impresionar —aunque este suele ser el denominador común—, si no está dispuesto a salir de su línea, si busca un giro radical a su look… Es sencillo, después de tantos años alquilando vestidos de fiesta.

Una tos a mi espalda me saca de mis pensamientos y, antes de darme opción a reaccionar, él se adelanta y me da un abrazo.

—¡Hola, guapísima! Cuánto tiempo, ¿verdad? Te presento a Michelle. Michelle, ella es Clara, una gran amiga de la infancia. Nos criamos juntos, ¿verdad? —afirma sonriente y entusiasta.

—Sí… Mmm… ¡Encantada! —saludo, correspondiendo a los dos besos de ella y completamente aturdida. No me lo creo. Pero ¿de qué va? ¿Y quién es esa Michelle? Su mujer, no; eso desde luego. Le he reconocido al instante. Se creerá que a estas alturas aún puede engañarme.

—¡Buenos días! Soy Rebeca —se presenta ella misma, con entusiasmo y su típica sonrisa de oreja a oreja. Yo aún sigo en estado de shock.

—Bueno, ¿y habéis mirado algo en nuestra página que os haya gustado o preferís que nosotras os asesoremos? —se lanza mi compañera. Me da un pequeño codazo al ver que continúo interrogándole con la mirada y con el ceño fruncido.

Oui, queguemos asesogamientó —agrega ella, que hasta ahora no había abierto el pico—. Me ha dicho Dagío que también puedo alquilag los complementos.

—Claro que sí. Además, nos encargamos de recogerlo todo y de la tintorería. No tienes que preocuparte por nada.

—¡Me habéis salvado la vida! Me han pegdidó mi maleta y debo asistig mañana a la boda de mi mejog amiga, y esta noche a un coctel. Necesitagé dos vestidos.

—Tranquila. Estás en las mejores manos —responde él, y nos muestra un guiño.

Mientras Rebeca le enseña a Michelle algunos modelos colgados de un perchero móvil, les ofrezco un café. Me retiro de la zona de probadores y entro en una pequeña cocina que tenemos para prepararlo. Abro el bote de las cápsulas y en ese momento aparece a mi espalda.

—¿A qué estás jugando? —En mi tono de voz se aprecia que me ha sentado a cuerno quemado su artificio.

—Sabía que a ti no podía engañarte —afirma riendo—, pero me gusta intentarlo. Me trae buenos recuerdos.

—Nunca cambiarás, ¿verdad?

—Ni tú. Eres exactamente como te recuerdo. ¿Cuántos años han pasado… dos, tres…?

—Cinco.

—¿Tantos? ¡Imposible!

—Nos vimos en la boda de Patricia. Solo que no era Michelle tu acompañante. Si no me equivoco, tú estabas casado con una tal Raquel, ¿no? Así rubia, muy guapa, que tiene dos niñas también muy rubias y que, por cierto, me crucé con ellas la semana pasada en el portal de mis padres.

—No me asustas. —Se apoya con los codos sobre la encimera y juega con las cápsulas del envase distraídamente—. Sé que no vas a decir nada. Te conozco lo suficiente.

—Solo de pensar que en un mundo paralelo Raquel podría ser yo… hace que me alegre de las decisiones pasadas.

—¿De todas?

—Mira, no sigas por ahí. Tengamos la fiesta en paz. —Coloco las tazas en una bandeja y le indico con un gesto de la barbilla la puerta—. ¿Me abres, por favor?

—Lo haré si cambias esa cara.

Suelto un resoplido que quiere indicar fastidio, aunque una sonrisa cómplice termina delatándome. Salimos a reunirnos con ellas y, en ese instante, Michelle aparece descorriendo la cortina del probador con un vestido color mostaza poco, o nada, favorecedor, y eso que su figura es envidiable. Al reparar en nuestros gestos negativos, Rebeca le pasa otro en color champán en el fondo y encaje superpuesto en un tono tostado. Es un modelo que a mí personalmente me encanta.

 


2

Clara: Primera confusión

Tenía quince años en aquella época. Vivíamos en el bajo de un edificio de siete plantas. Mi habitación siempre estuvo amenizada con la banda sonora del ascensor del bloque, pared con pared junto a mi cama, detalle que no se le escapó a Matías, mi hermano, y eligió la del fondo. Después descubriría que la mía era ideal para escaquearse cuando llegaba a deshora y con algunas copas de más. Terminaba tropezando con las trampas que le ponía mi madre en el salón, o eso al menos decía él «que si allí no estaba esa silla o la mesa o la lámpara de pie… antes de salir», cualquier cosa con tal de no admitir la cogorza que traía.

Abrí la puerta de la calle concentrada en calcular si me llegaría para una palmera de chocolate con las vueltas de las monedas que llevaba en la palma de mi mano, y me di de bruces con un chico que esperaba el ascensor cargado con una caja. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, me puse roja y, sin pensar muy bien lo que hacía, entré de nuevo en casa y cerré de sopetón. Juraría que con un portazo. ¿De dónde había salido aquel chico tan guapo?

—Pero ¿qué haces ahí pasmada en la mirilla? Creía que ya te habías ido. ¡Necesito la levadura para ayer! —me espetó mi madre, asomando la cabeza desde la cocina.

—Ya… Espera un momento. Hay unos testigos de Jehová ahí enfrente, llamando al timbre del despacho de papá, y no quiero que me suelten el rollo.

—¿A ver? —Se acercó, secándose las manos con un paño e intentó apropiarse de la mirilla.

—Ya se han pirado —añadí, abriendo enseguida al oír el ascensor y tras comprobar que el chaval había desaparecido.

El rellano estaba plagado de cajas de mudanza. Me quedé un instante mirándolas, caminando medio de espaldas, y justo al darme la vuelta me choqué de nuevo con él. Pero ¿no había subido? Quizás solo metió la caja para enviarla arriba —pensé—, a quien fuera que la estuviera esperando. Me pidió disculpas por el encontronazo y se presentó. Se llamaba Darío.

***

Días más tarde, volví a cruzarme con él por la calle. Lo encontré sentado sobre el respaldo de un banco, comiendo pipas con un amigo y charlando. Le saludé con un gesto de la mano y una sonrisa. Se quedó mirándome, muy serio, y no dijo nada. Se giró hacia su colega como si la cosa no fuera con él. «¡Qué tío más raro!», pensé esta vez.

Ese mismo día, antes de la cena, mi padre me mandó a sacar la basura y coincidimos de nuevo en el rellano. Salía del ascensor. No le dirigí la palabra para evitar otro desplante.

—Era Clara tu nombre, ¿verdad?

—Pues sí. Ya pensaba que tenías memoria de pez.

—¿Por?

—Por lo del banco.

—¿Qué?

—Déjalo.

—Trae, ya que voy te la puedo tirar también.

—¡No necesito que tires mi basura! —salté, malhumorada, y agarré la bolsa con más fuerza cuando hizo el amago de cogerla. Aún no habíamos salido del portal.

—¿Por qué eres tan arisca?

Caminaba ahora detrás de mí, con dirección al contenedor. Se adelantó a levantar la tapa y ambos echamos dentro las bolsas.

—¡Has empezado tú!

—¿Yo?

—Da igual, podemos comenzar de nuevo. —Me había gustado su gesto educado—. Mi nombre es Clara.

—Darío. —Se aproximó y nos dimos los dos besos de cortesía que no hubo al principio.

—Acabas de mudarte, ¿no? —me interesé—. ¿Dónde vivías antes?

—Detrás del centro comercial.

—Bueno, no está demasiado lejos. Puedes conservar a los amigos del barrio.

—Sí, fue una suerte encontrar este piso.

Le cambió por un momento la expresión. Quizás su mente acababa de viajar a un lugar que le producía nostalgia.

—¿¿Clara?? —Se oyó de pronto por el interfono del bloque, y los dos pegamos un respingo. La voz pertenecía a mi padre.

—¡¡Ya voy!!

***

Volví a encontrármelo, en esta ocasión en el aparcamiento. Iba con mi madre y él bajaba del coche con la suya. Le venía echando la bronca por algo. Cuando llegaron a nuestro lado actuó como si no me conociera. Traía un tapón de algodón ensangrentado en la nariz.

—¿Qué le ha pasado? —se interesó mi madre. Muy típico de ella lo de no dirigirse directamente al hijo, como si aún tuviera tres años el chaval.

—¿Este? Este va a buscarme la ruina cualquier día de estos…

Se pusieron a hablar entre ellas, obviando que estábamos presentes. Él se adelantó hacia la puerta del ascensor a pulsar el botón y aproveché para acercarme a preguntarle.

—¿Te has peleado? —indagué por lo bajini.

—¿Alguien te dio vela en este entierro, niña? —respondió, al mismo volumen.

—Pero ¿tú de qué vas, imbécil?

—¡Piérdete!

Subimos los cuatro, él y yo en silencio, y hasta se me hizo largo el trayecto del sótano al bajo. Jamás había conocido a un gilipollas tan bipolar como aquel.

***

En otra ocasión que volvía del instituto ojeando una revista, apareció una mano de la nada y me la quitó sin venir a cuento.

—¿Te van estos rollos de cotilleo? —se burló, pasando las primeras páginas y esquivando mis intentos de recuperarla.

—¡Déjame en paz, idiota! —Conseguí arrebatársela de las manos—. No es mía, me la ha encargado mi madre.

—¡Pero bueno! Qué mal humor tenemos hoy, ¿no?

Ni siquiera me digné a responderle.

—¿Vas a casa?

Solo obtuvo silencio por mi parte.

—¿Estudias en ese colegio de pijos?

Le miré con cara de pocos amigos y me limité a guardar la revista en la mochila sin parar de caminar.

—¡No te mosquees! Te sienta bien el uniforme.

Paré en seco.

—¿No tienes a otra a quien molestar?

—¿Te molesto?

—¡Sí, no te soporto! —me encaré con él—. ¿Has oído hablar del Dr. Jekyll y Mr. Hyde?

—Eso lo dirás por ti, ¿no?

—¡Anda, lárgate!

Mi cabreo aumentaba por momentos.

—No puedo, voy al mismo sitio que tú.

Crucé la calle, cambié de acera y empecé a caminar deprisa. Él aceleraba el paso, en paralelo, mirándome y con una risilla tonta que estaba poniéndome frenética, a la vez que me conquistaba. Frené, también lo hizo. Eché a andar, tomó mi ritmo. Al final sonreí y continué mi camino a paso normal, sin quitarle el ojo de encima. Ni él a mí.

Al llegar al portal, mientras yo cruzaba de nuevo, esperó a sujetarme la puerta. Y, sin decir una sola palabra más, se metió en el ascensor y yo en mi casa.

A la hora de preparar la cena, mi madre reparó en que había olvidado comprar pan rallado y no le quedaba suficiente para empanar todo el pollo. No se le ocurrió otra cosa que enviarme a la casa de la vecina de arriba a pedirle un poco. Sentía una vergüenza que me moría y le dije que fuera ella.

—Estoy cortando los filetes.

—¿No podemos pedírselo a Asunción o a Vicenta o a cualquier otra vecina? ¿Por qué tiene que ser a la del tercero?

—Porque hay que subirle a Juani el plato de las rosquillas que nos bajó y de paso matamos dos pájaros de un tiro.

—¿Y si voy donde Mercedes y ya se lo subes tú otro día a Juani?

—Pero ¿se puede saber qué te ocurre con ella?

—No… nada. Es que… No sé… son nuevos. No tengo confianza para subir a pedir cosas así por las buenas a unos vecinos que no conozco tanto.

—¡No seas ridícula! Si la ayudé con las cortinas y me ha pedido un montón de favores. ¡Estará encantada! Además, quiere presentarte a Patricia. Están pensando llevarla a tu colegio cuando pase al instituto, y le vendrá bien tu apoyo. Los otros ya son mayores y van a dejarlos donde están. Pero el de la chiquilla les pilla algo retirado.

—¿Qué otros?

—¡Ay, Clara! Déjate ya de tonterías. Toma el plato y sube, que va a llegar tu padre y el pobre ni ha comido hoy. Ah, y dile a Matías que cuelgue el teléfono de una puñetera vez.

—¿Por qué no sube él?

—¡Clara!

Subí, a regañadientes, llamé al timbre, y —¡Cómo no!— abrió él. Le entregué el plato y le pedí el pan rallado.

—¿A ti te parece que mi casa sea un supermercado?

Me quedé cortadísima. Suerte que en ese instante apareció en escena su madre, que lo había oído, y le atizó una colleja bien merecida.

—Pero ¿tú estás tonto?

—¡Era broma! —respondió, descojonado y frotándose el cogote. Desapareció por el pasillo.

—Pasa —me ofreció ella.

Ya en la cocina, le entregué la bolsita donde antes había pan rallado, y la rellenó con la mitad del suyo. Me hizo probar unos canelones que acaba de preparar y se empeñó en que bajara unos pocos a mi madre para, si le gustaban, darle después la receta. Buscaba entre los armarios un recipiente para guardarlos y al momento reapareció allí con nosotras de nuevo. Traía el pelo mojado y llevaba puesto el pijama, cosa que me pareció digna de ser anotada en el gran libro de los récords por la ducha más rápida de la historia de la humanidad.

—¡Anda, tú por aquí! —soltó ahora.

Cogió una manzana y se puso a mordisquearla mientras me observaba con disimulo, juraría que incluso un poco cohibido. No entendía nada. Parecía que se hubiera reseteado con el baño. No le respondí. Miraba mis pies, bastante incómoda. Después cogí el encargo que me entregó Juani y me largué con urgencia.

***

Volvimos a cruzarnos al sacar la basura a la noche siguiente. Dudaba si decir algo o no y decidí esperar a que él iniciara la conversación, para comprobar si venía en su versión Dr. Jekyll o en la de Mr. Hyde. No dijo una palabra. Abrió el contenedor, echó su bolsa y, en vez de tener el detalle de dejarlo abierto y que pudiera tirar la mía, lo cerró de sopetón.

—¡Qué gilipollas! —murmuré entre dientes al abrir de nuevo y lanzarla dentro, imitando después su ímpetu violento al cerrarla.

—¿Cómo dices? —Se giró de pronto.

—Nada, Mr. Hyde.

—A ver, que te quede bien clarito, niña: ¡No eres mi tipo!

—¿Tú de qué vas? —me ofendí.

—Yo voy de cazador. Si te quieres venir de perro…

Le clavé unos ojos cargados de furia y, sin nada a su altura que responderle, decidí salir disparada hacia el portal. Al buscar en mis bolsillos, descubrí que no había cogido las llaves. Me disponía a pulsar el botón cuando llegó a mi lado.

—Espera, no toques. Ya te abro.

Me sorprendió su arranque de amabilidad.

—¿Se puede saber qué narices te he hecho? —le pregunté, molesta.

—A ver… estooo… Mmm… ¿Te llamabas?

—Me llamo ve-te-a-la-mi-er-da.

Empujé la puerta con ímpetu y rabia. Aún no había sacado la llave y del tirón se quedó con el llavero en la mano.

—Bueno, lo retiro. Empiezas a ser mi tipo —agregó, intentando unir la cadeneta en su enganche—. Pensaba que eras una niñata de esas cursis que…

Le corté a mitad de la frase. Me sentía indignada.

—Mira, niñato… Mmm… ¿Darío era tu nombre? —También podía hacerme la chulita si me lo proponía—. Eres un completo…

—…Ahhhh, vale, vale, ¡ya lo entiendo! —me interrumpió, sin cortarse.

—¿Qué entiendes?

—Mira, perdona, es que… No sé qué me pasa. A veces suelo comportarme como un cretino con las chicas que me gustan.

Noté un calor repentino en las mejillas y, sin capacidad de reacción con una respuesta a aquella última frase, retomé mis pasos en dirección a casa. No sabía si llamar al timbre enseguida o esperar a que subiera. Notaba la cara ardiendo y me daba apuro entrar así. Tampoco me dejó mucho margen de acción. Justo cuando se abrió el ascensor y pensé que entraría, tiró de mi brazo hacia él y me besó en los labios. Después se metió en su interior y desapareció, dejándome embobada y con la mirada fija en la puerta que lo había hecho esfumarse, completamente ensimismada. Tenía que reconocerlo: me chiflaba aquel bipolar de tomo y lomo.

***

Al día siguiente, salía de casa con dirección a la academia de inglés cuando él llegaba al portal charlando con su hermana. Venía de recogerla del colegio. Le miré, sonrojada, y le saludé con timidez. Patricia hizo algún comentario sobre mi uniforme y aproveché para animarla en lo del cambio, asegurando que le presentaría a gente de su curso para integrarla. Algunas amigas tenían hermanas de su misma edad. Noté que a él le gustó ese gesto.

Por la noche, mi madre le pidió sacar la basura a Matías —le tocaba—, pero me ofrecí voluntaria a hacerlo. No obstante, me hice un poco la remolona porque Darío solía bajar a las ocho. Cada vez que escuchaba el ascensor, cogía la bolsa y corría con ella hacia la puerta, echaba un vistazo por la mirilla… y nada. Regresaba con cualquier excusa como beber un vaso de agua u otra gilipollez. A la tercera acerté. Conté hasta diez para no levantar sus sospechas y salí disparada. En esta ocasión me sujetó la tapa del contenedor. Estaba simpático y agradable, aunque yo seguía algo cortada tras los últimos acontecimientos. Esperaba que en algún momento hiciera alusión al beso. No lo hizo. Quedaba claro que era menos de palabras que de acción. Yo, en cambio, parecía más habladora que nunca y solté mil rollos sobre ni recuerdo qué. Solo sé que me sentía muy a gusto en su compañía y que me habría quedado allí, sentados en el umbral del bloque, relatando durante toda la noche. Pero de pronto escuchamos la voz de mi madre, llamándome por el telefonillo, y se cargó la magia de la escena.

—Sí, ya entro. Me he encontrado a Darío en la calle y estamos hablando.

—¡Se te está enfriando la cena!

—Vaaale, voooy. Abre.

Me levanté con fastidio y empujé la puerta. Él siguió mis pasos. Ya dentro del vestíbulo, tras cerrarla a su espalda, tomé la iniciativa y le besé. Fue un beso largo, que le pilló completamente desprevenido. Al separarnos, corrí a mi casa sin decir palabra.

***

Pasé la tarde siguiente pegada a la mirilla y con la oreja puesta en la pared que daba al montacargas. Suerte que estaba sola y no tuve que aguantar las coñas de mi hermano diciendo que si ya andaba así con quince años, fichando al vecindario tras la puerta, qué sería de mí a los setenta. Vi aparecer a Darío y cuando pulsó el botón del ascensor, sin pensarlo dos veces ni contar hasta diez, abrí de sopetón.

—¿Me estabas espiando, niña? —soltó riendo.

—¿Yo? ¿Qué dices? —respondí indignada y maldiciéndole mentalmente. Cerré de un portazo y salí pitando a la calle. Vino detrás.

—¿Dónde vas?

—A un recado.

—¿A qué sitio?

—A la papelería.

—¿Qué quieres comprar?

—Un boli rojo —improvisé.

—Te acompaño.

Enseguida caí en la cuenta de que no llevaba dinero encima para llevar a cabo mi coartada.

—¡Pues ya no quiero ir!

Frené de sopetón y regresé sobre mis pasos. Él también.

—Era una excusa, ¿no? En realidad no ibas a comprar nada. Me estabas espiando, reconócelo.

—¡Mira, tío, déjame en paz!

—Me encanta cuando te pones gallita.

—Y a mí cuando no tomas la poción esa que te convierte en estúpido.

—Venga, niña, no vayamos a discutir de nuevo.

—¡No soy ninguna niña! —le espeté, parando en seco.

—Vale, vale, no te pongas a la defensiva.

Entramos de nuevo en el portal.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—¿Qué de qué?

—Que qué planes tenemos.

—Yo estudiar, tú no sé.

—¿Hay alguien en tu casa?

—¿A ti qué te importa?

—¿Me invitas a entrar?

—¿Vas a quitarte el disfraz de gilipollas?

—¿Y tú el de cascarrabias?

Finalmente le invité a pasar. Mi madre acababa de irse a la peluquería y eso era una hora o dos, fijo. Le enseñé mi cuarto y no perdió un minuto en cerrar la puerta para entrar en acción. Se acercó, rodeó mi cintura con los brazos y me besó de forma efusiva, igual que la primera vez, tumbándonos enseguida sobre la cama.

—¿Clara? —Oí de fondo, en lo que a mí me parecieron diez minutos desde que llegamos.

—¡Mierda! Es mi madre.

Me separé de él como un resorte. Le hice levantarse y estiré un poco el edredón. Le pasé un libro, le empujé para que se sentara en la silla frente a mi mesa de estudio, y yo en la alfombra con una carpeta sobre las rodillas. Me puse a repasar apuntes con el corazón desbocado hasta que de pronto se abrió la puerta. Nunca había invitado a un chico a casa.

—¿No me has oído? —preguntó tras abrir.

—¡Qué susto! —solté, haciéndome la sorprendida—. Estaba tan concentrada estudiando con Darío que ni me he enterado —expliqué, nerviosa. Notaba los labios raros, casi entumecidos, y me preguntaba si los tendría hinchados y notaría que nos habíamos estado besando como si no hubiera un mañana. Impulsivamente observé los de él: ningún indicio en su boca, aunque sí en su pelo revuelto.

—¡Hola! —la saludó él—. Me ha pedido que le explique un problema de trigonometría y…

—¡Juani, está aquí Darío! —anunció ella sin dejarle terminar. Dirigía su voz hacia el salón.

—¿Darío? Que raro… si iba a buscar a su hermana —se la oyó murmurar, y enseguida hizo acto de presencia.

—¿No te tocaba a ti recoger a…?

No terminó la frase.

—¡Hola, mamá! —saludó, algo esquivo—. Esto… tengo que marcharme —se dirigió esta vez a mí. Soltó el libro en la mesa y salió disparado por la puerta, como si hubiera saltado la alarma de incendio.

—Voy contigo. ¡Espera! —le pidió ella.

Antes de salir le dijo a mi madre:

—Otro día vemos el muestrario de fundas. ¡Este chico me tiene frita!

—¿Qué ha pasado? —se extrañó mi madre.

—Ya te contaré —le respondió, antes de marcharse despavorida.

Quedé completamente intrigada. Estaba claro que Juani sí nos lo había notado. Me preocupó su reacción y cómo se lo tomaría mi madre cuando se lo contara, porque ella ni se había coscado del asunto.

***

Por la noche, como venía siendo habitual, me ofrecí a sacar la basura. Tras varios intentos, y sin saber qué más pretextos poner a mi indecisión de «ahora la cojo, luego la suelto, la vuelvo a coger…», salí a la calle. Decidí hacer tiempo fuera para esperarle. Cuando me di por vencida y me disponía a entrar, se abrió el portal y apareció. Le noté algo cohibido. Ni se acercó a besarme. Tuve que tomar de nuevo la iniciativa.

—¿Se ha molestado tu madre? —pregunté finalmente.

—¿Mi madre?

—Sí, por esto. Por nosotros.

—Ella no tiene ni idea de esto, y, aunque la tuviera, tampoco se mete en nuestras cosas. Bueno, menos con Rober que siempre la está liando parda y con él es más cañera.

—¿Quién es Rober?

—Mi hermano. ¿No lo conoces?

—No. Pensaba que solo tenías a Patricia.

—¿Darío? —oímos por el interfono. Era su madre.

—¡Sí, dime!

—¡Te has dejado la bolsa del pescado! ¡Sube!

—¿No puede bajarla Roberto?

—Se está duchando.

—¡Vale, voooy! —tras asegurarse de que colgaba, se dirigió a mí—. Tengo que subir, ¿me esperas?

—No puedo. Si no entro ya se van a mosquear. Llevo un buen rato aquí esperándote.

Aprovechamos mientras llegaba el ascensor para darnos el último beso del día. No fue tan efusivo como los de la tarde. A veces su forma de besar parecía tierna y dulce, y no sabría decidir si me gustaba más o menos que cuando se ponía intenso. En ambos casos era perfecto.

***

Lo encontré sentado en el banco con el colega de la otra vez justo al día siguiente.

—¡Hola!

—¡Qué tal! —respondió.

Parecía algo nervioso.

—¿No nos presentas? —le animó el amigo.

—Clara, Jota. Jota, Clara.

Nos dimos dos besos.

—¿Jota de qué?

—De Justino.

Enseguida se levantaron del asiento y él le hizo un gesto con la mano a su amigo a modo de despedida.

—Bueno, Jota.

Su colega levantó la barbilla como respuesta y desapareció en sentido contrario al que yo llevaba al encontrármelos. Tras perderlo de vista, aprovechó para cogerme por la cintura. Le quité el brazo. 

—¿Qué ocurre?

—Podrían vernos.

—¿Quién?

—Pues cualquiera. Vivimos aquí.

Entramos al vestíbulo del portal y, cuando estábamos dándonos el gran lote, apareció un tío clavado a Darío que nos miraba atónito.

—¡Eres un cabrón! —dijo, antes de dirigirse con ira hacia él y empujarle.

—Y tú qué, ¿eh? —se defendió mi acompañante, devolviéndole el embiste.

Ahora se estudiaban con recelo, uno frente al otro, guardando una distancia prudencial.

—Darío, ¿me puedes explicar qué pasa? —pregunté al original, me costaba quitarle los ojos de encima a su réplica.

—Darío soy yo, él es Roberto. Te ha engañado, ¿no? —me aclaró su doble.

—¿Engañado? —Tragué saliva, o lo intenté, notaba la garganta seca—. Pero ¿hoy?

—No lo sé. Que nos lo diga él. —Miraba a su hermano con furia.

—¿Y con quién narices me he estado besando todo este tiempo?

—¡Conmigo! —informó el que yo creía Darío.

—¡Menudo capullo de mierda! —respondió el otro, y salió por la puerta, cerrándola a su paso de un portazo.

No sabía qué hacer ni qué decir. Me sentía aturdida. El que quedaba se acercó a mí, y traté de alejarme, pero tenía detrás la pared y resultaba imposible.

—Era yo todo el tiempo, Clara. Solo me agencié su nombre porque fue a él a quien conociste primero. Te seguí el rollo.

Le planté un bofetón.

—¡Pareces imbécil!

Saqué las llaves de la mochila y me dirigí hacia mi casa.

—Sí, lo reconozco, pero así te conocí. No he intentado engañarte. Quizás al principio sí, aunque no después… Créeme, no seas niña.

Al oír esa palabra logré tranquilizarme. Me sonó a él. Era él. Fue quien me besó la primera vez, de eso sí estaba segura. En ese momento cedí, y lo notó. Redujo la distancia que nos separaba y continuó por donde lo habíamos dejado minutos antes. Se lo permití porque me supo a él.

—Entonces… eres Roberto.

—Sí, soy Roberto. Encantado de conocerte.

Volvió a besarme. Ya no dejé que me importase cómo se llamara, solo sabía que me gustaba y que para mí era él.


3

Finalmente, Michelle encuentra un vestido perfecto para asistir a la boda de su amiga. Tras probarse otros cinco, regresa al segundo que le ofreció Rebeca, en color champán y ajustado hasta la altura de las caderas y caída recta, que se adapta perfectamente a sus curvas. Incluso admite que se alegra de que le hayan perdido la maleta. Asegura que le gusta aún más que el que traía. El elegido para el coctel de la noche anterior es uno negro por encima de la rodilla, totalmente ajustado, que consigue encandilar a Roberto. Vamos, que por poco no se le han salido los ojos de las órbitas cuando la ha visto aparecer con él.

Su amiga tiene completamente entregada a Rebeca, que además se ha ofrecido a peinarla y maquillarla para el evento. No es parte de nuestro cometido, pero se le da bien y disfruta haciéndolo. Así que mientras ultiman los detalles de cómo y cuándo quedar, nosotros aprovechamos para charlar y ponernos al día.

—¿Se puede fumar en algún sitio?

—En la cocina. Pero abre la ventana.

—¿Me acompañas?

Le sigo a regañadientes. No soporto el olor que deja el tabaco en la sala donde desayunamos y, en ocasiones, comemos. Rebeca suele echarse alguno que otro cuando está estresada, y después lo niega siempre.

Abro la ventana que da al patio interior y me abofetea un tufo a hervido de repollo. Le paso un cenicero indicándole el taburete en el que debe sentarse de cara al exterior. Aunque no me hace caso y lo gira hacia donde estoy yo, justo en el otro extremo de la encimera para mantenerme alejada del humo. He sido fumadora y no es que me moleste el olor, pero odio que se me pegue al pelo y a la ropa.

Le observo detenidamente mientras se lo enciende, aprovechando que no me ve. Los años le han tratado bastante bien. Es más atractivo, incluso, que cuando nos conocimos; y eso que entonces eran los típicos chicos de anuncio, con la melenita que se llevaba, cortita por abajo y algo más larga en las capas superiores, y que les favorecía más que al resto de los chavales, como si aquel peinado estuviera especialmente diseñado para su tipo de cara y de pelo. Ahora lo lleva corto, con la raya a un lado y al estilo clásico que ha vuelto a estar de moda.

—¿Por qué sigues haciéndolo? ¿Te divierte?

—No, es un vicio. ¿Qué quieres que le haga? He intentado dejarlo mil veces, pero con el estrés del trabajo… ¿Tú cómo lo has conseguido?

—Me refería a lo de hacerte pasar por Darío.

Ver el libro en tienda