
1
Nunca me ha dado por curiosear en la vida privada de mi hermana, ni he tratado de inmiscuirme en sus asuntos, pero sí debo reconocer que mis ojos salieron de sus órbitas tras recibir el mensaje de aquel desconocido: «¿Dónde tenías escondido ese tatuaje la otra noche?». Era de alguien que no guardaba en la agenda de contactos.
Quizás no fue tan buena idea —por su parte— lo de cederme su teléfono tras destrozar el mío por zambullirme vestida y con el bolso en la piscina de un amigo. En realidad no me bañé con él, no soy tan despistada ni majareta. Pero el graciosillo de John encontró divertido empujarme al agua nada más verme aparecer en su fiesta de despedida. «A ese le gustas», afirmó Lidia tras pasarme su toalla cuando logré alcanzar el último escalón de la superficie, la mía iba en el mismo bolso con el que me sumergí. «¿Y qué estamos, en Primaria aún?».
Acababa de comprarme ese móvil y me había costado una pasta gansa. El cheque completo de uno de mis mejores trabajos. Ahora era inviable para mi bolsillo reemplazarlo así, de buenas a primeras.
—Usa el mío si quieres —me ofreció Mónica, mi hermana—. La empresa me ha regalado un iPhone con una línea nueva, y ya se la he dado a mis contactos. Paso de ir con dos aparatos encima.
—¡Gracias! Me vendrá genial hasta que me confirmen en la tienda de reparación si ha muerto del todo o no. Espero que, al menos, puedan salvarme la agenda. Toda mi vida está ahí dentro.
—Anda, exagerada. ¿Qué vas a tener ahí tan importante con veinte años? Ni que llevaras encima una cartera de clientes. Además, si hiciste copia de seguridad, lo tendrás todo en la nube.
—Ahí está el problema, amiga. Aún no sabía manejarlo bien y no tengo ni puñetera idea de si activé o no alguna copia —respondí, con verdadera preocupación—. ¿Y vas a dar de baja la línea?
—Pensaba hacerlo, sí. A mí no me la costean mis padres, ¡caradura!
—No te creas, ya me han cortado el grifo en caprichos. Podrías hacerme el servicio completo y dejarme tu línea por un tiempo. Solo hasta que me ponga al día con mis ahorros. Debo reducir gastos mientras me adapto a mi nueva vida. Y tú estás forrada.
—¿Forrada? ¡Ja! Pero bueno, acepto. Te doy de plazo hasta que acabe el curso, que te cerraré también el grifo.
—¿Y tendremos que compartir gastos del piso o me los perdonáis mientras me organizo? —le mostré un mohín autocompasivo.
—¡No tengas morrazo, Abril! De algún modo tendrás que colaborar en casa, ¿no? Fabio y yo no somos papá y mamá. Eso que te quede clarito desde el principio.
—¿Y no puedo pagar con mis servicios en el hogar? Podría encargarme de limpiar, planchar… Vosotros estáis muy ocupados, y yo soy pobre como una rata.
—¡Qué morro tienes! Yo vine solita y tuve que sacarme las castañas del fuego cuando empecé la universidad. ¡No lo olvides!
—Sí, claro, suéltame una vez más el rollo ese de tus batallitas, anda, que olvidé tomar apuntes.
Doña Perfecta aterrizó en la ciudad a la temprana edad de dieciocho años. Es tan lista y aplicada que en su expediente académico no consta ni una sola asignatura suspensa, y sí alguna matrícula de honor. No como la cafre de su hermana, claro, que por poco no tripitió en secundaria.
Tras instalarse, buscó un curro enseguida y, salvo la vivienda que ya estaba pagada, porque pertenece a mis padres, se ha mantenido ella misma durante todo este tiempo y sin dar un solo ruido a nadie. Ya se encargan todos de repetírmelo una y otra vez. Forma parte de la banda sonora de mi existencia. Tu hermana a tu edad esto, a tu edad lo otro… Creo que en realidad mis notas bajas fueron un arranque de rebeldía. Total, competir con semejante portento era una batalla perdida. Aunque tal vez sea a lo que me agarro para justificar mis fracasos. La vidorra que me he pegado, a costa del esfuerzo de mis padres, refleja la evidencia de mi carácter pasota y despreocupado. Jamás me he tomado los estudios en serio. Mis máximas preocupaciones han sido: a qué hora quedamos y qué te vas a poner, si hablaba con mi amiga; y veremos a este o al otro, camino de la disco.
—¡Anda, toma el teléfono y lárgate antes de que me arrepienta! Y te tomo la palabra con lo de limpiar el apartamento y la plancha. Espero que cumplas con tu parte, ya que acabas de quitarle el trabajo a Ani.
—Asistenta y todo… ¿Ves que estás forrada?
Días más tarde, me confirmaron que el móvil era irrecuperable, y que si lo hubiera metido en un bote con arroz para secarlo, en lugar de esperar todo el fin de semana con el teléfono mojado en su funda, tal vez se habría salvado. Me lo apunto como nota mental para la próxima ocasión en la que a un niñato le dé por hacerse el listillo. Aunque no debí perdonárselo. Lo hice porque era su despedida y quizás no volvamos a vernos en la vida. Y porque me pidió perdón de todas las maneras posibles. Y también, para qué engañarnos, porque me gusta ese maldito desertor. Pero me he prometido a mí misma que no le pasaré el nuevo número. Es el precio que tendrá que pagar por su fechoría. Espero que se haya quedado pillado por mis huesos y aprenda la lección al darse cuenta de que no volverá a contactar conmigo.
Mientras pensaba en todo eso, apareció en mi pantalla el mencionado mensaje del desconocido, refiriéndose a la foto que acababa de hacerme del tatuaje que llevo en el tobillo izquierdo, y que coloqué como nueva foto de perfil en el WhatsApp de mi hermana, que ahora me pertenece. Es un caballito de mar, y no mide más de tres centímetros. Había borrado la agenda de contactos de Mónica y me disponía a agregar algunos números de amigos en común que me proporcionó mi amiga Lidia. Y claro… ese número ajeno a mi listado solo podía corresponder a un contacto de mi hermanísima. Pero ¿quién cojones era ese tío? Di por hecho que se trataba de un tío por el tono del mensaje. Hoy en día no he notado otras inclinaciones sexuales en ella. Reconozco que me pudo la curiosidad y, a su mensaje: «¿Donde tenías escondido ese tatuaje la otra noche?», y respondí con un simple: «¿?». Fue lo único que se me ocurrió decir para indagar un poco sin delatarme.
Desconocido: ¿Qué quieres decir exactamente con “¿?”?
«Vaya, es de los míos. Va a resultar más complicado de lo que pensaba».
Yo: Que no entiendo que no lo vieras la otra noche.
Desconocido: Ah, bueno, bien… Por un momento se me ha pasado por la cabeza que ni te habías molestado en anotar mi número y no sabes quién soy.
Yo: ¿Por qué no iba a anotarlo?
Desconocido: Pues… no sé, dímelo tú. Todavía estoy preguntándome por qué actuaste así. No sé cómo he tenido el impulso de escribirte. Ha sido culpa del caballito.
«¡Joder! No sé si preguntarle cómo actué. ¿Será muy sospechoso? ¿Qué cojones le digo ahora?».
Yo: Tendrás que ser más preciso.
Desconocido: ¿?
Yo: ¿Qué quieres decir exactamente con “¿?”?
Desconocido: Disculpa, tengo una emergencia canina. Hablamos luego.
Mi hermana se marchó ayer a California por trabajo y me ha tocado quedarme en casa con Fabio, mi cuñado. Su prometido… Aunque ya no sé qué pensar de esta relación. Ni de Mónica. Sé que han sido uña y carne desde que se conocieron, y él es un encanto de tío. Me cae genial. A pesar de que, nada más llegar a la ciudad, me recibieron de una manera muy cortante y se notaba cierta tensión en el ambiente. Al principio pensaba que el conflicto venía por mi presencia allí, que Fabio no quería que viviera con ellos. Así que exploté y les solté cuatro cosas bien dichas: como que aquel piso no era suyo. De ninguno. En realidad era donde vivíamos de pequeñas, antes de mudarnos a la costa. Mis padres trabajaban en unos grandes almacenes cuando se conocieron y continuaron allí hasta que la empresa fue absorbida por otra firma del ámbito textil que liquidó a media plantilla. Se encontraron de repente sin trabajo y con dos niñas, una que apenas acababa de entrar en el colegio. Y como ellos mismos suelen relatar, se liaron la manta a la cabeza y dejaron todo atrás. Alquilaron el piso en el que vivíamos y se marcharon a la costa donde tenían una casita de veraneo. Allí comenzaron una nueva etapa. Invirtieron sus ahorros y un préstamo en una pequeña tienda de suvenires, bañadores, ropa playera, sombreros, etc., en el paseo marítimo; y no les ha ido nada mal, la verdad. Ahora están encantados del rumbo que tomaron y no se imaginan una vida fuera de allí. A veces pienso en la importancia de esos empujones que te da el destino, mostrándote un camino que de otro modo habría sido inviable.
Decidieron que el piso sería de gran ayuda cuando nosotras fuéramos a la universidad y se ajustaron para no tener que venderlo. Así que no era de extrañar que me molestara aquel recibimiento en la que consideraba también mi casa. Aunque él rápidamente me aclaró la situación:
—No, tranquila. A mí no me molesta que vengas a vivir con nosotros. El problema es que tu hermana no entiende que necesito un espacio para trabajar, cuando me traigo la oficina a casa, y que podríamos mudarnos tranquilamente a mi apartamento. El contrato de mi inquilino vence en breve, y podrías quedarte tú con este.
—¿Y qué problema hay? —le pregunté directamente a Mónica, sin poder disimular mi entusiasmo.
—Mira, ahí tienes la prueba —respondió ella, dirigiéndose a su novio—. No podemos dejarla sola, ¡se echará a perder!
—¿Cuándo te has convertido en mamá? Tú viniste sin canguro a mi edad. Tengo el mismo derecho.
—A tu edad no, bonita, que tú ya has perdido varios cursos por el camino.
—¿Y eso qué más da? Además, puedo mantenerme perfectamente. La agencia me ha llamado para un anuncio.
No he mencionado aún que hago mis pinitos como modelo. Todo empezó por unas fotos mías que colgó mi madre en la tienda, posando con distintos sombreros y gafas de sol, en la época en que me dio por probarme el cargamento de prendas y accesorios que llegaban al almacén. Tendría unos ocho o nueve años. Un representante les dijo a mis padres que podrían llevarme a una agencia para colaborar en catálogos. Lo peor que pudo hacer fue comentarlo delante de mí. Ellos no querían, pero me empeñé y no paré hasta que les convencí.
Sin embargo, enseguida perdí el entusiasmo. En cuanto vi que no era para tanto aquello de hacerse fotos y posar por obligación. Me resultaba más divertido hacerlo por mi cuenta en los probadores de la tienda. Pero a mi madre le daba apuro, cuando la llamaban de la agencia y le decían que sería la imagen idónea para tal empresa que me había seleccionado como imagen. Le costaba decirles que no. «Pues no habernos metido en ese berenjenal, ahora asume las consecuencias», me decía.
Esto de mis negativas comenzó al cumplir los doce años. Empezaba a darme vergüenza todo. Algunos compañeros del instituto recortaban mis fotos de algún catálogo que pillaban y se las pasaban entre risitas. Odiaba ser ese centro de atención que en ocasiones era objeto tanto de curiosidad como de burla. Yo me lo tomaba siempre de la forma más negativa: que se reían en mi cara.
—Mira quién fue a hablar —continuó ella—, la que me ha pedido el teléfono y ha decidido pagar sus gastos con labores domésticas. ¿En serio piensas que esa birria de agencia te dará de comer?
—Pues de momento estoy pagándomelo casi todo con mis ahorros. Si no me crees, pregúntale a mamá. —Me echó una mirada escéptica de las suyas—. Y ya te he dicho que lo del móvil es algo temporal. Además, podría alquilar mi habitación a una compañera y quedarme con la vuestra; con eso me daría para los gastos. ¿O acaso tú no hiciste lo mismo?
—Tiene razón, Mónica. Está en la edad de independizarse. Déjala que disfrute de la experiencia de estos años locos que no volverán.
—Tú no la conoces. Tiene demasiados pájaros en la cabeza.
—¡Oye, que sigo aquí!
—¿Y tú no los tenías? —la rebatió él—. Te fugaste a París con el tío aquel y perdiste un mes de clases en segundo.
—¿Que se fugó a París?
—No le des cancha a mi hermana, Fabio. ¡No la conoces bien!
—¡Ni tú tampoco! —respondí cabreada.
—Pues pienso quedarme este año aquí para ver cómo van las cosas —se lo decía a él, a mí ni me miraba—. Después, si quieres, nos mudamos a tu apartamento. Y si no te parece bien, puedes ir adelantándote. Yo de aquí no me muevo.
Y ahí comenzó la guerra fría.
La verdad es que mi primera semana aquí ha sido realmente incómoda. Ahora me alegro de que haya tenido que irse de viaje. Me resultaba bastante patético hacer de la niña de los recados: «Abril, ¿puedes decirle a Fabio que necesito su coche mañana, que el mío está en el taller?». «Abril, ¿puedes decirle a Mónica que si necesita mi coche me lo pida ella?». Solo nos faltó un «y mierda para el correo que va y viene».
2
Con Fabio me llevo de maravilla. Solemos vernos los veranos que pasan en la costa con nosotros, por vacaciones y algunos puentes o fiestas navideñas. Me siento cómoda en su compañía. Es serio en apariencia, pero a la vez bromista. Aunque hay que calarle primero, o tiene que calarte él a ti para compartir ese tímido humor cómplice. No se abre a cualquiera. Es el único novio que le hemos conocido a Mónica y se hizo querer desde el principio. Trabaja de asesor financiero y es de esas personas que lo saben todo sobre casi todo. Y no me refiero al típico cuñado del cuñadismo de las bromas de cuñados, sino que de verdad controla. Siempre que tenemos alguna duda de cualquier cosa inimaginable, acudimos a él. Nunca falla. También es un manitas que sabe arreglar cualquier incidencia doméstica, desde cambiar una cerradura hasta instalarte un equipo de aire acondicionado. Bueno, eso me lo he inventado, pero seguro que sería capaz de hacerlo.
—¿Te gustan los perros, Fabio?
—Sí, claro. —Le da un sorbo a su café y me mira con curiosidad tras la pantalla de su ordenador portátil. Suele usar la cocina para resolver cuestiones de trabajo —. Pero no estarás pensando traer uno a casa, ¿no? Tu hermana te mataría.
—No, no, qué va… Lo preguntaba solo por decir algo.
Me siento frente a él con una taza de cacao que dejo encima de la mesa de la cocina. Es sábado y todavía falta una semana para que den comienzo las clases. Mi única obligación ahora es presentarme el lunes a una sesión de fotos que me ha concertado la agencia.
—¿Y vuestros amigos tienen perro?
Me observa de nuevo por encima del monitor con expresión dubitativa.
—A ver, Abril, ¿adónde quieres ir a parar?
—No, nada, es por saber qué raza de perro es más… dócil, por si alguna vez me da por adoptar uno. Pero en un futuro muy, muy lejano. Cuando tenga una casa con jardín y tal.
Trato de averiguar si el desconocido de la emergencia canina forma parte de su selecto grupo de amistades.
—Pues, no. No tengo ninguno con perro. Mis padres tienen un par de gatos de angora, pero vamos que… una mascota requiere mucha responsabilidad, y no te veo a ti. No.
—¿Qué insinúas, que no estoy capacitada para el cuidado de animales?
—Ay, Abril… —se queja, centrándose de nuevo en su pantalla.
Normalmente es más dicharachero que mi hermana. Ella es muy reservada. Demasiado, diría yo. Aunque siempre ha estado ahí para resolverme ese tipo de cosas que a una chica le da vergüenza preguntar a su madre. Incluso mis amigas aprovechaban para sonsacarle dudas y curiosidades. Nos llevamos siete años. Son demasiados, siendo solo dos, nos faltó otra en medio. Cuando nací, fui como un juguete con vida propia para ella. Al alcanzar su edad, era ya demasiado mayor para interesarse en jugar conmigo. A las puertas de mi adolescencia, se marchó a la universidad. Y aquí es donde nos encontramos ahora. Nunca hemos podido salvar esa distancia cronológica.
—¿Y Mónica?
—Jamás imaginaría a tu hermana con una mascota.
—Me refiero a si ella tiene amigos con perro.
—Pero ¿qué perra te ha entrado con eso ahora? Y nunca mejor dicho.
Cierra la pantalla de su portátil y me presta toda su atención tras rematar la gota de café que le quedaba en la taza.
—Bueno, es igual —decido cambiar de tema. Creo que a través de él no averiguaré nada sobre el hombre misterioso del problema canino—. ¿Ha aterrizado ya Mónica?
—Sí, me llamó por Skype.
—¿Me das su nuevo número? Borré su agenda al pasarme el teléfono y olvidé pedírselo. El tuyo también, porfa.
Media hora después de mi desayuno con Fabio, recibo un mensaje de su prometida. Y no precisamente para preguntarme qué tal estoy, si me voy adaptando a la ciudad o si sigo echando de menos mi verdadero hogar. No. Para qué iba a entrar en esas nimiedades, si eso ya lo superó ella con matrícula y sin derramar una sola lágrima.
Mónica: ¡¡¡Espero que no se te haya metido en la cabeza la estúpida idea de meter un perro en casa!!!
Yo: Joder, qué bien funciona el canal Fabionica… ¡No! Le pregunté si conocéis a alguien que tenga perro por darle conversación.
Mónica: Eso espero.
Yo: ¿Y conoces a alguien que tenga perro?
Mónica: ¿También lo preguntas por darme conversación? ¡No me toques las narices, Abril! No voy a permitir que metas un solo animal en casa.
Yo: ¡No, pesada! ¿Qué tal el viaje? No olvides comprarme unas Converse en color rosa chicle.
Mónica: ¿Rosa chicle? No, si puedo evitarlo. Si acaso rojas.
Yo: En ese color las lleva todo el mundo. Ni te molestes.
«Nota mental: no olvidar nunca que Fabio se lo casca todo a Mónica. Aunque no tengo tan claro que funcione igual el canal de información al contrario, a juzgar por los mensajitos de desconocidos que recibe…»
Me mata la curiosidad por saber quién es ese tío del teléfono de Mónica. Pero no ha vuelto a escribirme, y no sé cómo continuar el diálogo sin levantar sus sospechas. Desde siempre ha sido muy reservada con su vida privada. Jamás se le ha conocido ningún ex, ni amigos íntimos, ni noches de juerga desenfrenada. Incluso acudía a la hora acordada sin rechistar ni saltársela. He tenido que soportar demasiados comentarios de su vida de clausura comparada con la mía: «Tu hermana a tu edad es que ni salía de jolgorio con las amigas. ¿Verdad, María?». «Bueno, los tiempos que corren ahora tampoco son los mismos», respondía ella. Mi madre, al menos, es más abierta en ese sentido y me ha tapado mucho. Mónica es el ojito derecho de mi padre, todo hay que decirlo. Y él nunca se ha cortado un pelo en hacer comparaciones, o, simplemente, soltar pullitas que no parecen malintencionadas, pero que escuecen: «Hoy me he encontrado en el banco al director del colegio de las chicas y todavía se acuerdan allí de Mónica», soltó un día a la hora de comer, cuando ya se había independizado ella. «¿Y por mí no te ha preguntado? Mis recuerdos de primaria son de una buena época académica». «Sí, claro. De ti también habla. Todavía recuerda aquella vez que le entregaste a la tutora un permiso para faltar a educación física, donde aparecían todas las marcas del ensayo de mi firma».
***
—Creo que he descubierto algo turbio con el teléfono de mi hermana —le comunico a mi amiga Lidia al teléfono. Es la única a la que puedo confiárselo. Tal vez encuentre una manera de tirar de la cuerda.
—¿Turbio? ¿A qué te refieres?
—Tras poner mi foto de perfil, recibí un mensaje de un tío. Dice así: «¿Dónde tenías escondido ese tatuaje la otra noche?». Aún no le había pasado mi nuevo número a nadie más que a ti.
—¡Hostias! ¿Tiene un lío?
—Eso me temo. He intentado indagar siguiéndole el rollo, pero no he conseguido sacar nada claro. Está mosqueado por algo que pasó entre ellos. No he intentado curiosear demasiado porque podría darse cuenta.
—¿Por qué no le preguntas a ella? Quizás se sienta acorralada y te lo cuente.
—¿Y tenerla de enemiga durante mi estancia aquí? ¡Ni loca! Debo mostrarme amigable, madura y responsable durante este curso. Con un poco de suerte, me dejarán sola tras la boda y se mudarán al piso de mi cuñado.
—¡Qué suertuda! A mí me toca animar a mi madre. Lo está pasando reguleras con todo esto del divorcio. Creo que al final me va a venir mejor que bien lo de tomarme este año sabático.
En realidad lo de su año sabático nació porque no tiene ni idea de por dónde encauzar su futuro. Odia estudiar. Su pasión es la cocina. Se ha presentado a todas las ediciones telechefs del país en todas sus versiones: Masterchef, Topchef e incluso quiso probar suerte en Masterchef Junior, a las puertas de cumplir los dieciocho. «¡Si ahí solo van críos!», le advertí. «Ya, pero ¿y si cuela? ¿Tú crees que se leen todos los datos al dedillo?». «Hombre, teniendo en cuenta que tienes que enviar un vídeo de presentación… No creo que cuele el asunto ni aunque te plantes dos coletas y te rompas un diente para Pérez». Pero ella es así; y lo de La esperanza es lo último que se pierde, su lema.
—¿Has encontrado algo ya? —me intereso.
—Voy a tener que iniciarme en un McDonald´s, por lo que veo.
—Bueno, aún te queda la baza de buscar algo interesante que estudiar y comenzar el año que viene. Incluso venirte aquí a vivir conmigo, si me deshago de estos dos. Tengo en la esquina un puesto de kebabs, tal vez puedan reclutarte.
—¡Puaj! Lo mío es la alta cocina, ya lo sabes. En esos antros de «a saber qué tienen ahí pinchado», ¡ni entro!
Fabio se ha ido a comer con sus padres, aprovechando que no está mi hermana, y yo he decidido darme una vuelta con la bici por la ciudad. Echo de menos el paseo marítimo y mi casa, la verdadera. Es un chalet con jardín y suficiente espacio para no tener que encontrarme constantemente con ningún miembro de la familia. Este lugar apenas lo siento como mío. No guardo muchos recuerdos de mi infancia aquí. Solo tenía cuatro años cuando nos mudamos. En mi memoria aparece una litera en el cuarto donde ahora duermo, en vez de la cama de metro con veinte que la ocupa. También había una mesa pequeña donde mi hermana hacía sus deberes, y una mesilla de noche con una lámpara de mariposas en colores malva y verde, ¿o eran libélulas? Esa lámpara sí nos la llevamos, junto con otros artículos de decoración, se quedaron solo los muebles. No sé dónde iría a parar cuando decidí redecorar mi cuarto, con otro estilo menos infantil; y llené las paredes de posters de personajes de anime, algunos de mi propia cosecha.
He metido en mi bolso un sándwich y un brick de zumo sin azúcares añadidos ni lactosa; lo único que he encontrado en la cocina. Mi hermana se ha vuelto una hater de las bebidas carbonatadas, las grasas saturadas y los carbohidratos. Todo lo que consumen es cero por ciento apetecible. «Deberías empezar a cuidarte, si quieres seguir viviendo de ese cuerpecito y esa cara que los dioses te han dado. Así que deja de quejarte de la comida y saca esa leche entera del carro». Suerte que el puesto de kebabs de abajo me salva la vida y, al sacar la basura, aprovecho para subirme uno a mi habitación, junto con una Coca-Cola sin etiquetas adicionales que indiquen: light, zero, sin cafeína, ni la madre que lo parió. «¿A qué huele aquí?», me soltó el otro día cuando entró de madrugada a despedirse, antes de su viaje. «Deberías ducharte antes de irte a la cama». Y así todo con ella…
Al cabo de veinte minutos de pedaleo, descubro que no tengo ni puñetera idea de dónde estoy. Pero me da igual. He visto a lo lejos lo que parece un parque enorme y ya tiraré de GPS con el móvil a la vuelta. Es un parque frondoso con un pequeño estanque en el centro. La pena es que está atestado de gente. El día acompaña a pasarlo al aire libre. Veo familias paseando con niños y algunos haciendo lo mismo con sus mascotas, lo que me hace recordar al desconocido.
Yo: ¿Qué tal fue la emergencia?
Se me ha ocurrido que es justificable, y un buen modo de retomar nuestra conversación, lo de interesarme por su perro. No tarda en responder. He guardado su número en la agenda de contactos como Des. No vaya a pitarme un mensaje encima de la mesa, cuando estén estos delante, y empiecen a preguntarse cosas raras con un desconocido o si me traigo entre manos algo turbio tipo drogas o vete tú a saber. La mente de mi hermana no tiene límites si se trata de mí. Se cree que debe responsabilizarse ahora que me encuentro lejos del refugio de mis padres. Qué fácil lo tuvo ella al independizarse, a su bola completamente. Claro, teniéndolos tan engañados con sus buenas notas y su perfección cuando vivía con ellos, poco podían imaginar de la dolce vita que se pegó en cuanto ahuecó el ala. Fuga a París incluida, según fuentes fidedignas.
Des: Vaya, esto sí que no lo esperaba.
Yo: ¿Por?
Me pongo un poco nerviosa, ¿me habrá pillado?
Des: ¿Olvidas que te fugaste en plena madrugada y sin explicación alguna?
Suerte que no ha podido escucharme decir —o más bien gritar—: «¡Toma! ¡Lo sabía, cómo lo sabía! ¡Mi hermana tiene un lío!».
Yo: Ya… es que… no sé qué decir, la verdad.
«¡Di tú algo! Dame más pistas».
Des: ¿Acostumbras a comportarte así o he sido el primer damnificado?
«A ver qué digo ahora…»
Yo: En realidad nunca había hecho algo parecido. No sé qué pasó por mi cabeza. ¿Estás enfadado conmigo?
Des: No, mujer, ¿cómo voy a estarlo? Tampoco es para tanto. No sé… solo me descolocó tu actitud. Pensé que habíamos conectado.
Yo: Y así fue.
Según salen mis palabras de los dedos, me arrepiento de mi frase.
Des: ¿Cuál es la historia de ese tatuaje?
Yo: No la mereces. ¿Olvidas que no lo descubriste en directo? Ahí perdiste tu oportunidad.
Des: Bueno, eso podríamos solucionarlo. Además, te dejaste el broche del pelo.
«¿¿El pasador de la abuela??».
Yo: ¿Un broche o un pasador?
Des: Ni idea… Es este.
Envía una foto del pasador, que es un tesoro para mi hermana. Me pregunto si no lo habrá echado en falta.
Des: Iba a enviarte la fotografía el primer día, pero lo dejé pasar hasta ver si te dignabas a dar señales de vida.
«No me puedo creer que Mónica haya actuado así. ¿Quién cojones es mi hermana?».
Yo: Sí, ese es. Es muy especial para mí.
Des: ¿Tan especial que ni siquiera me llamaste para recuperarlo?
«¡Exacto! ¡Ahí le has dado! ¿En qué narices estaba pensando para no tratar de recuperar su mayor tesoro? Jamás me ha dejado ponérmelo».
Yo: Tal vez no recordaba dónde lo había dejado, ¿no?
«¡Hostias! Que he hablado por ella. Controla, Abril. Controla».
Des: No te pongas a la defensiva. Tienes razón, eso no se me ha pasado por la cabeza. Yo, sin embargo, recuerdo perfectamente cómo lo soltaste de tu pelo para dejarlo en la mesilla de noche. Fue justo antes de tumbarte sobre mi cama
«¡Joooodeeerrr! Al final conseguiré hasta los detalles de cómo se ha convertido mi cuñado en el nuevo reno de Papá Noel de las próximas fiestas».
Yo: Sí, ahora que lo dices… lo recuerdo.
Des: ¿Quedamos y te lo devuelvo? O puedo enviártelo, si lo prefieres así.
«¿Y ahora qué? ¡Mierda, Abril, la has cagado!». Tengo dos opciones: (a) bloquearle y hacer como si yo no hubiera interferido en este asunto, que lo resuelva ella; o (b) darle la dirección, que envíe el pasador, interceptar el paquete y colocar la reliquia en el joyero. Rezando, eso sí, por que Mónica no se sorprenda de encontrarlo en su sitio por arte de magia.
Yo: Es que estoy fuera del país. He tenido que viajar por trabajo a Sunnyvale en California. Ya si eso a la vuelta vemos cómo hacerlo.
He tirado por la tangente. Creo que lo mejor en estos casos es disfrazar la mentira con parte de la verdad. Si Mónica descubre el pastel, siempre podré refugiarme en que el tío este se puso en contacto con ella para devolverle el pasador y yo, por si se trataba de un vulgar delincuente, no quise aclararle que era su hermana pequeña, ni darle nuestra dirección. Simplemente hacía tiempo hasta que ella llegara. Sí, es una buena idea. Eso me salvaría el culo. A no ser que me pregunte por qué no le di su número y que contactara con ella directamente… Bueno, ya lo pensaré después. Tampoco tengo que resolver hoy mismo todas las preguntas posibles que pueda hacerme.
Des: Vaya, tú sí que sabes montártelo bien. No te preocupes por el broche. Aquí lo guardo.
Yo: ¿Y qué le pasa a tu perro?
Lo pregunto por cambiar de tema. Aunque creo que es hora de ir cortando el rollo, me llega un ligero aroma a tierra mojada y no me he dado cuenta de que el cielo está bastante gris en este momento, y el parque se ha quedado prácticamente desierto.
Des: En realidad no era mi perro el de la urgencia. Es de un cliente de la clínica. ¿También has olvidado que soy veterinario? ¿Con qué clase de amnésica me he relacionado?
Yo: Uffff, es que soy tremendamente despistada.
Des: No das esa impresión en persona.
Tiene razón. Ninguna de las dos lo somos. Y de serlo una, tendría más posibilidades algo así en mí que en ella.
Yo: ¿Ah, no? ¿Cómo te parece que soy?
Des: Pues, teniendo en cuenta que apenas hemos pasado tiempo juntos, aunque el que compartimos dio para mucho…, diría que eres una persona muy segura de ti misma, reservada, algo introvertida incluso, inteligente y muy interesante. Alguien a quien me apetecería seguir conociendo.
«¡Vaya, hermanita! Te ha salido un buen admirador».
Des: ¿Qué puedes decir tú de mí?
«¡Mierda! Sabía que esto no podía salir bien. Bueno… tampoco me ha pedido que lo describa físicamente, ¿no? Vamos a jugar con la imaginación».
Yo: A ver, te veo como alguien simpático, amable, sincero…
Des: Mi abuela estaría muy orgullosa de tu descripción. ¿Así me ves? Imagina una de esas veces en las que hayas ido a la discoteca con un grupo de amigas y se os haya acercado un grupito majo de chicos, ¿ves a ese simpático y bonachón con el que todas habláis y que no va a comerse un colín con ninguna vosotras? Pues esa es tu descripción.
Me río a carcajadas con el ejemplo que ha dado y me produce mucha curiosidad cómo será en realidad. La foto de su perfil del WhatsApp es con un grupo de amigos en lo que parece una fiesta. Tres chicos y una chica. La edad es aproximada a la treintena. Me inclino a que es el primero por la izquierda. Es muy del tipo de mi hermana: moreno, alto, viste con un estilo tirando más bien a clásico. El que está a su derecha lleva unos vaqueros rotos que a ella le horrorizarían, sin embargo es el más guapo. Y el de la otra esquina le hace arrumacos a la chica, por lo que imagino que serán pareja. Aunque también Mónica la tiene y mírala… De las apariencias nunca hay que fiarse.
Yo: Soy malísima con las descripciones. Tengo que trabajar en ello. Se me da mejor dibujar. Ya sabes lo que dicen: una imagen vale más que mil palabras. Por eso me dedico a ello.
Des: Pensaba que te dedicabas a la importación y exportación de componentes informáticos… ¿Eres de las que se inventan un perfil para un tipo que acaban de conocer y al que van a dar carpetazo en cuanto se dé la vuelta?
«¡Mierda!».
Des: ¿Te llamas Mónica o eso también fue un farol? Voy a tener unas palabritas con nuestro enlace.
Me debato entre afirmar lo que dice, y ya de paso meter mi nombre para evitar futuras confusiones. Pero me lo quito de la cabeza porque lo que en realidad debo hacer es zanjar esta conversación cuanto antes y no alimentar más esta bola que al final no tendrá ni arreglo.
Yo: No te mentí. Mi nombre es Mónica y lo otro solo es… mi profesión frustrada. Es a lo que me hubiera gustado dedicarme, pero terminé en esta empresa. A veces hay que elegir entre comer y enfrascarse en lo que a uno le apasiona.
«¡Toma ya!».
Des: ¿Te cuento un secreto? Mi profesión frustrada (aunque no del todo porque hago mis pinitos en ella, no te creas) es… ¿Estás preparada? ¡El doblaje! Le pongo la voz a algunos personajes de series que quizá hayas visto en Netflix.
Yo: ¡Dime que no eres la voz de Sheldon Cooper!
Des: ¡Qué más quisiera! No, qué va. A tanto no llega la cosa. Son papeles muy secundarios. Otro día que no me dé vergüenza, te digo la voz de un anuncio que quizá te suene.
Desearía conocer su nombre. Pero si le pregunto eso, sí que se sentirá ofendido por no acordarme. ¿Cómo podría averiguarlo? «Oye, Mónica, ¿cómo se llama el tío ese que te cepillaste el otro día?». Me pregunto cuándo ocurriría, si fue antes de mi llegada o estando ya aquí. ¿Y si pasó por mi culpa y surgió cuando se enfadaron por lo mío? ¿Así soluciona sus enfados de pareja?
Me caen tres goterones sobre la pantalla del móvil y decido que ha llegado el momento de regresar a casa. ¡Joder! Ni siquiera sé cuál es el camino de vuelta. Quizás debería buscar la estación de metro más próxima.
Yo: Tengo que marcharme, se ha puesto a diluviar y me ha pillado en un parque.
Des: ¿En un parque? Pero ¿qué hora es allí? Debe de ser madrugada por lo menos, ¿no?
«¡Mierda! Este tío qué tiene ¿memoria fotográfica?, o como se diga en estos casos cuando es un texto».
Yo: Sí, bueno, es que me gusta salir a correr temprano, y con el jet lag encima… Te dejo, que me estoy empapando.
Pobre Mónica, la he dejado por los suelos y como una obsesiva del wasapeo que hasta corre mientras escribe mensajes a altas horas de la madrugada. Si se tratara de un rollo futuro de noviazgo, acabo de dejarla muy mal parada con estas muestras de interés descontrolado.
3
Llego tarde al casting de un anuncio. Al entrar por la puerta del edificio, observo una fila ordenada y compuesta por un montón de chicas de aspecto muy similar al mío. Bueno, similar es mucho decir. Coincidimos en cuanto a descripción física, pero ellas están muchísimo más arregladas y maquilladas. ¡Mierda! No van a darme el trabajo ni de coña. ¿En que estaría yo pensando cuando me quedé hasta las tres de la madrugada viendo Haters back off? Me ventilé los cuatro últimos capítulos de la temporada del tirón y me quedé dormida, olvidando que la única alarma mañanera del móvil estaba activada en el teléfono acuático. Aquí todavía no me había tocado madrugar. ¡Maldito John! Y a Fabio ni se le ha pasado por la cabeza despertarme, ¡joder! Mónica no se habría marchado a trabajar sin aporrearme la puerta ni subir la persiana.
Noto que las dos chicas que van delante de mí curiosean mi aspecto con desdén y se miran entre ellas como si pudieran comunicarse telepáticamente. Quizás son amigas de castings y los hacen juntas. De hecho parecen gemelas de peinado, maquillaje y estilo. Le pido a la que va detrás de mí que me guarde el sitio y decido acercarme al baño a retocarme un poco. Una señora con gafas y el moño algo tenso, muy del estilo de la señorita Rottenmeier en la pose, se acerca a la fila y nos entrega un folio: «Estudiaos esa frase». Le pregunto por los servicios, y antes de indicármelo me advierte del escaso número de candidatas que quedan, para que no me demore.
El espejo no me devuelve mi mejor versión. Suerte que suelo llevar en mi bolso un minikit de maquillaje que a Mónica le fascina. Es en lo único que me considera más práctica y entendida que ella, cosa que me hace sentir orgullosa. Desde siempre se me ha dado bien todo lo referente a la estética, y sigue mis consejos de maquillaje y estilo al dedillo. Al abrir el bolso, recuerdo con horror que me pidió el kit de supervivencia justo la noche previa a su viaje. Ahora sí que estoy jodida. Lo único que encuentro es un brillo de labios, en un bolsillo interno, y un cepillo de dientes con el que aprovecho para peinarme un poco las cejas. El pelo también es un desastre. Pensaba ponerme una mascarilla durante el desayuno, y ahora lamento no haber adoptado la costumbre de mi hermana de tomar la ducha por las noches en lugar de hacerlo tras el desayuno.
Al salir del baño, compruebo que tenía razón la señora del moño tenso: no hay rastro de la chica que me guardaba sitio en la cola, ni de los dos clones que iban delante. No me queda otra opción que ocupar el último puesto. Leo en voz baja la frase que nos han pedido ensayar: «Desde que uso Arganut, mi pelo es una fuente de brillo instantáneo. Únete a la luz». Dios, esto suena un poco a rollo Poltersgeis.
Algunas están ensayando en voz alta y se las ve muy cómodas en su papel interpretativo. A mí, en cambio, está dándome una vergüenza que me muero. Es la primera vez que me presento a un casting audiovisual, y lo cierto es que con los reportajes fotográficos me siento más cómoda. Estoy a punto de renunciar y marcharme por donde he venido, cuando se abre la puerta y nos hacen pasar juntas a las tres que quedamos. Al lado de ellas parezco una intrusa que se ha colado a mirar de qué va la vaina. Sin embargo, la mujer que lleva unos minutos enfocándonos con su cámara, les dice a las otras dos que pueden retirarse y a mí me envía a maquillaje y peluquería.
—Pero si aún no hemos dicho la frase —protesta una de ellas.
—Es todo. Gracias por venir —responde desairada.
«¡Toma ya!», celebro en mi mente, mucho más relajada.
Emplean dos tardes en la grabación del anuncio. Al final, a una de las gemelas rubias —la que observaba mi atuendo con cara de «qué haces aquí con esas pintas de pringada»— la escogieron para hacer de la pelirroja del anuncio. Y lo sorprendente es que se haya prestado a ello. Yo no habría tintado mi melena en ese color ni borracha. Suerte que me querían tal cual. Aunque sí me han retocado el corte, cosa con la que contaba. Tras el verano, mis puntas parecen de estropajo.
***
Des me escribió al día siguiente del diluvio y me preguntó si llegué nadando a casa. Observé que había cambiado su foto del perfil. Ahora tiene un tatuaje, en lo que parece un hombro, con una palabra en chino. Supongo que espera que le pregunte por él, y así verme obligada a responder por el mío. Estoy tentada a ello. Muy tentada… Pero en lugar de escribirle, decido tantear a mi hermana.
Yo: ¿Me prestas el pasador de la abuela? Te prometo que no voy a perderlo. Porfa, porfa, porfa…
Mónica: ¡Ni lo sueñes!
Yo: ¿Dónde está? ¿Lo has escondido?
Mónica: Me lo he traído a Sunnyvale.
«¡Mentirosa! Vaya, vaya… Así que en el fondo sí sabe que el desconocido lo tiene».
Yo: ¡Tacaña!
Mónica: Sabes perfectamente que es irremplazable. Del resto de cosas de mi habitación, puedes coger lo que te apetezca.
Me pregunto qué hará para recuperarlo, y si quedarán a su vuelta. De momento está claro que no se ha comunicado con él. ¿A qué espera? Estoy deseando poder decirle: «Sé lo de tu secretito». Aunque la cotilla que acabo de descubrir en mí desea aún más conocer todos los detalles sobre esa historia morbosa que esconde mi nuevo teléfono.
La semana transcurre en apenas un suspiro, y el comienzo de las clases me recibe sumergida en una especie de conflicto interno disputado entre las ganas de disfrutar de este rumbo nuevo que ha tomado mi vida y la añoranza de la antigua. Sobre todo echo de menos a Lidia. Hemos compartido tantos años juntas… Incluso repetimos tercero y cuarto. Ya no sé si nos ocurrió por pura empatía. Aunque no nos quedaron las mismas asignaturas, cada una sostenía su cruz particular. Mi padre la acusaba —en privado— de ser una mala influencia para mis estudios, ya que, si yo les dedicaba pocas horas a los libros, ella paraba aún menos delante de ellos. Se tiraba casi las veinticuatro horas del día metida en nuestra casa. En realidad lo hacía porque en la suya se respiraba mal ambiente, con las constantes discusiones entre sus padres, y le ayudaba refugiarse en la mía, donde campábamos a nuestras anchas. Los míos, con la tienda, apenas estaban por allí. Y para Lidia soy la hermana que nunca ha tenido; y ella la que nos faltó en medio a Mónica y a mí, solo que de mi misma edad. Encantada, la cambiaría ahora mismito por la verdadera.
Los divorcios son una mierda para cualquier hijo al que se le pregunte, da igual la edad, pero el de sus padres era necesario. Ella lo ve del mismo modo. No obstante, se alegra de que ocurriera en el momento justo y no antes; le hubiera resultado muy doloroso —y a mí también— el separarnos entonces. Este año era inevitable la distancia. Yo tenía claro que estudiaría aquí, y su madre la necesita a su lado. Aunque esto último lo veo como una excusa que ella misma se ha puesto para disfrutar de ese año sabático que le apetecía tomarse. Aun así, hemos planeado que tarde o temprano viviremos juntas; o al menos cerca, como ha sido siempre.
Lidia: Oye, le di a John tu teléfono. Me lo pidió.
Yo: Pues no se lo merece por haberme jodido el mío. Ni por largarse.
Lidia: ¡Pero si ya lo sabías desde el principio! ¿O acaso esperabas que renunciase por ti?
Yo: No. Aunque tampoco pensé que me encariñaría tanto por ese niñato. No me perdono que al final se saliera con la suya.
Lidia: Anda, cuentista, si ya te fijaste en él cuando apareció en el instituto.
Razón no le falta. John es el típico inglés cuyos padres decidieron cambiar el clima frío y lluvioso de Londres, por el calorcito y la buena vida de nuestras costas. Su español dejaba mucho que desear al principio. Le costó bastante hacerse al ritmo de la clase en esas asignaturas. Suerte que, al ser un instituto bilingüe, la mitad de las clases se daban en su idioma. Al entrar se arrimó al grupo de las empollonas, o más bien ellas le acapararon para su territorio. Y como a mí la cabecilla de ese grupito, Paula, me caía de pena, decidí hacerle el vacío también a él.
Fue en la fiesta de fin de curso de Bachillerato, un año más tarde, cuando me digné a hablar con él. Acababa de romper con mi antinovio —así le llamamos Lidia y yo por ser mi eterno rollo desde secundaria—. Juancar ha sido mi primer beso furtivo de labios, mi primer beso con lengua después, mi primera relación sexual… Pero nunca nada serio ni duradero, sino algo parecido a un «ni contigo ni sin ti». Siempre acabábamos enrollándonos, si nos encontrábamos por ahí. No sé cómo explicarlo. Si salíamos a una discoteca con amigos, normalmente cada uno por su cuenta, y ninguno encontraba a nadie mejor para pasar el rato, nos liábamos. Incluso puedo afirmar que en alguna ocasión lo hacíamos tras perder de vista, momentáneamente, a nuestros respectivos rolletes. Como si se tratara de un juego. Por ejemplo: yo en la eterna cola del lavabo de chicas y él pasaba con dos copas que acababa de pedir en la barra —señal de que estaba acompañado—; se paraba a saludar, me miraba de arriba abajo, soltaba cuatro lisonjas sobre lo guapa que iba y si estaba con alguien, y, sin venir a cuento, ¡zas! Nos besábamos apasionadamente como si no existiera nadie más que nosotros allí. Unas veces seguía su camino después, como si tal cosa, y otras nos pirábamos juntos y dejábamos a los otros allí plantados. Lidia no terminaba de entenderlo. Yo tampoco, a decir verdad, ya que lo prefería a él antes que a ningún otro. Quizás él era el único que dominaba las reglas de aquel juego. Nunca me sentí su verdadera opción.
Tal vez por eso le di una oportunidad a John y dejé de hacerle el vacío, al acercarse a mí en la fiesta de graduación. Juancar se había ofrecido a ir conmigo. Sin embargo, al ratito de llegar, me dejó plantada para arrimarse a Paula, que le producía un morbo que te cagas —declaró—. Ella. Precisamente ella. La empollona de mierda. Mi mayor pesadilla en el instituto. «¿Sabes que no se ha acostado con ninguno todavía? Pues de hoy no se escapa». ¡Me lo soltó en mi puñetera cara! Como si yo fuera un colega que pasaba por allí y necesitara hacerse el gallito. Después de las confidencias que compartimos la noche anterior, cuando nos pusimos en plan nostálgico a recordar viejos tiempos. Conscientes de que nada de aquello volvería a repetirse. Esa velada iba a ser toda nuestra. Me lo prometió.
Así que no pude aguantarlo y al ver que me dejaba colgada —con mi vestido perfecto, que tardé semanas en elegir, mi peinado de peluquería y mi maquillaje de una hora frente al espejo—, dirigiendo sus pasos hacia a ella —que, todo hay que decirlo, estaba preciosa con aquel vestido ajustado. Nunca la había visto tan arreglada. Me había habituado a su eterno look de coleta alta, gafas de pasta, vaqueros holgados y ropa ancha en general—. Descubrir que a la empollona se le iluminaba el rostro al tenerlo delante y que le sonreía como una idiota, igual que yo lo hacía cuando era el objeto de su deseo —porque no sé qué cojones tiene el maldito niñato que nos vuelve locas a todas—… Todo ese conjunto de detalles desembocó en un cortocircuito de sensaciones a flor de piel. No miré a otro lado, cosa que siempre hacía, para evitar que me doliera verlo con otra. No. Lo encaré de frente y di los pasos que me faltaban hasta llegar a su altura. Y cuando me clavó sus ojos con altanería, tal vez preguntándose qué coño hacía allí si acababa de aplastarme con una calabaza gigantesca; le bañé la cara con el contenido del vaso que él mismo acababa de traerme de la barra. Bajo la atenta mirada de su nuevo ligue, cuya expresión proyectaba el odio contenido que compartíamos.
—Cuidado con lo que esperas de él, monina —le espeté antes de darme la vuelta—. Solamente le interesa estrenar lo que tienes entre las piernas.
Y me largué con viento fresco de allí.
—¡Eres una niñata, Abril! ¿Me oyes? ¡Una niñata! —le escuché vocear a mi espalda a él. Y sin mirar atrás, mi dedo corazón le mostró lo que opinaba al respecto.
Después busqué a Lidia, rastreando con la mirada a mi alrededor, y la encontré dedicándole más que palabras a su Juancar particular. Solo que el suyo no correspondía al perfil de capullo integral. Decidí no interrumpir su momento y dirigí mis pasos hacia la barra para sustituir mi vaso vacío. Ahí fue donde John se cruzó conmigo y dejé de lado mi particular guerra fría.
Por todos era sabido que a John le gustaba la empollona, aunque más adelante descubriría que no. Quizás lo pensábamos porque en realidad parecían tal para cual. Hasta físicamente los hubiera tomado por dos clones. John tenía cierto aire a Clark Kent, en su look habitual de clase, por la forma repeinada de su pelo oscuro y sus gafas de pasta. Sin embargo, en la fiesta parecía haberse transformado en su alter ego de superhéroe y, al igual que mi archienemiga, se había deshecho de las gafas, del peinado y de su look en general. Advertí unos ojos azules preciosos en los que nunca me había fijado.
—¿Qué fue eso? —me preguntó enseguida.
—Ah, ¿estabas allí? Cómo no…
—¿Qué quieres decir?
—No, nada… que como eres su perrito faldero.
—No entiendo esa palabra. Recuerda que soy inglés.
—Olvídalo. ¿A ti también te han dejado plantado?
—No. Vengo solo.
—Qué suerte. Eso debí hacer yo. Pero ya es tarde para lamentarse.
—¿Qué haces próximo año?
—Harás.
—Sí, harás.
—Diseño gráfico. ¿Y tú?
—Arquitecto.
—¿Dónde?
—London.
—Haces bien largándote.
—¿Por qué?
—No lo sé, no me hagas mucho caso. Estoy hablando por hablar en realidad.
Mi cabeza seguía dando vueltas alrededor de los traidores que acababa de dejar atrás. Ni siquiera me apetencia estar allí ya. Menuda mierda de despedida y de fiesta.
—¿Quieres dejarte sola? Quizás molesto.
Me reí de su errónea y a la vez acertada frase
—¿Siempre eres así de… correcto?
—¿Prefieres los que te plantan por la primera que pisa?
—Pasa.
—¿Qué?
—Que se dice la primera que pasa.
—Eso dije.
—Da igual. —Volví a reír—. Pero ¿ves?, eso está mejor, Pipiolo.
—Eres extraña.
—Soy idiota.
—Esto también.
—¡Oye, tampoco te pases!
—¿Quieres hacer algo diferente? Este lugar apesta.
—¡Ahí le has dado!
—Ven, conozco una idea —agregó.
Nos acercamos a la barra y pidió dos chupitos de tequila. Cuando el camarero se dio la vuelta, en busca del limón y la sal, John se metió los vasos en los bolsillos de la chaqueta, agarró la botella y mi mano, y echó a correr. No paramos hasta que nuestros pies casi tocaron el agua de la playa. La fiesta se celebraba en una discoteca del paseo marítimo, y ese miércoles se abrió solo para nosotros. Nos sentamos sobre la arena y llenó los vasitos. Levantó el suyo frente a mí y anunció en tono solemne:
—Este va para capullos que plantan a su chica por primera que pasa. ¡Gracias, gilipollas! —Y se lo bebió de un trago.
—Nunca fui su chica —le aclaré, observando mi vaso aún lleno.
—Lástima no saberlo. Él lo dijo todo el tiempo.
Me sorprendió escuchar aquello, que fuera alardeando de tal cosa.
—Ahora es para ti el turno. —Señaló mi vaso.
Lo levanté, tras pensarlo un momento, y dije:
—Este va por las primeras impresiones, que jamás doy una.
Al notar el líquido ardiendo al recorrer mi garganta, me sentí de alguna manera reconfortada.
Volvió a llenar nuestros vasos.
—Este va para la chica que odia cortesía.
—Y este va por el chico que aprende muy rápido.
Iba a rellenar los vasos de nuevo, pero interpuse su camino tapándolos con mi mano.
—Si me bebo otro empezaré a no responder por mis actos, y no es un buen plan.
—Entonces toca un baño.
—¡Qué dices! El agua está congelada.
—Este va para las chicas valientes. —Y tras beberse a morro de la botella un buen trago, se quitó la ropa y corrió a zambullirse en el agua.
Sin pensármelo dos veces, me quité el vestido y corrí detrás de él en ropa interior. ¡Qué narices! Era la última noche y ya había empezado como el culo, de algún modo tenía que terminar. Nuestros gritos, al tocar el agua, debieron de oírse desde la propia fiesta. Intenté ser todo lo valiente que me había prometido tras su brindis, pero cuando el agua rozó mi pecho, no tuve narices a meterme más adentro y nos dimos la vuelta corriendo y saltando para entrar en calor, partidos de la risa. En qué cojones estaríamos pensando.
Me prestó su chaqueta cuando ya estaba vestida, a pesar de que su pelo estaba empapado; había sido mucho más osado. Nos quedamos ahí de pie, plantados, pensando en qué decirnos o por dónde tirar. En cualquier otro momento me habría apetecido besarlo. Sin embargo, ahí, en ese instante, me sentía demasiado dolida y despechada para estropearlo con un beso. A pesar de que en muchos momentos he viajado ahí y nos he visto morreándonos como si no hubiera un mañana. Porque es cierto que la mancha de mora con mora negra se quita. Pero ¿quién me quita ahora la otra? ¿O es que el amor consiste en una sucesión continua de parches que van cubriendo las heridas que dejan los amores perdidos?
Los tequilas comenzaron a enredarme la cabeza y decidí regresar a casa. Creo que me leyó el pensamiento, porque enseguida se ofreció a acompañarme. Al llegar a la altura del paseo marítimo, apoyados sobre el murete, nos encontramos a Juancar muy acaramelado con Paula. Nos miró con curiosidad él y con desdén ella. John aprovechó aquel momento para rodearme con su brazo por el hombro y acercó su boca a mi oído: «Las chicas valientes no miran atrás». El consejo más sabio que he recibido nunca.
Y así es cómo he ido recordándome cada día que no debo responder a las provocaciones de Juancar que, desde que cortamos, o como quiera que pueda llamarse aquello, ha insistido en que no consigue olvidarse de lo nuestro y que nos merecemos una segunda oportunidad en serio. Tal vez John, con su empujón en la piscina, me ayudó indirectamente a ejecutar lo que yo no habría tenido el valor de hacer: bloquear su número de teléfono.
No ocurrió nada entre John y yo tras aquel episodio. Me dejó en la puerta de mi casa, con esa cortesía innata que le caracteriza, y se marchó sin más con un gesto de la mano. Durante todo el verano seguimos quedando, en plan amigos, para montar en bici, ir a la playa, salir de copas… Dejándome siempre claro y desde el principio que no buscaba nada de mí, y pidiéndome que no lo esperase de él.
—¿A qué viene eso? —le respondí la primera vez que lo soltó. Estábamos tomándonos un helado en un banco del paseo marítimo.
—Es lo mejor. Vamos a ir por caminos muy diferentes. Si ocurre algo con nosotros nos complicamos.
—No te preocupes, tampoco eres mi tipo —mentí, solo por orgullo.
—Ni tú el mío —reconoció él.
—Pues no fue lo que escuché el otro día en la playa.
—¿Y qué fue?
—Una lástima no haber sabido antes que Juancar y yo no éramos nada.
—Sure? Yo no me recuerdo eso. Me entendías mal.
«¿Tendrá cara dura?».
—En cualquier caso, tranquilo. No va a ocurrir nada entre nosotros —puntualicé, con toda la dignidad que fui capaz de reunir.
—Te veo segura.
—Lo mismo que tú.
—Entonces solo eres segura porque yo soy.
—¿Se puede saber qué clase de juego absurdo es este?
—Ningún juego. Pero no te veo convencida en tus palabras. Yo lo tengo claro. Si quieres dar un paso más, atiende a las consecuencias.
—¡Se dice atente! ¿De qué consecuencias hablas?
—Si te enganchas a mí, acabarás mal. Y quien avisa no traiciona.
—¿Serás idiota? No pienso pillarme por ti ni queriendo. Vamos, que no es que quiera, que ni quiero. Bueno, tú ya me entiendes.
—Apuesto, desde hoy a final de verano, que estarás loca por mis huesos. Te tengo colada.
—¿Colada? ¿No querrás decir calada?
—Es igual, ¿no?
—¡No lo es! —Me encanta cuando se confunde. Algunas no se las corrijo y hasta las uso luego de coña. Sobre todo con las frases hechas. Cree que cuando sepa usarlas correctamente le daré el título de bilingüe. A veces parece un abuelo recitando refranes—. Colada es que muero por ti. Y tenerme calada es que sabes por dónde voy.
—Pues las dos funcionan por mí.
—¿¡Serás prepotente!?
—Es lo que pasa con ese gilipollas de Juancar. Te gusta mucho porque nunca te deja tener sus cartas.
—Pero ¿qué sabrás tú? —protesté—. No me gustaba por eso. Me gustaba porque… porque teníamos algo especial, algo que parecía insignificante y que no se puede explicar, lo sé. Aún así era importante para mí, todo lo que éramos lo habíamos aprendido juntos.
—Suena ridículo, Abril. Eres su conejillo de indios. Se entrena contigo porque es fácil aprender con persona de confianza y sin vergüenza.
—¿Qué estás diciendo? ¡Vete a la mierda, John! ¡Y métete por el culo tus estúpidas conclusiones!
Me largué de allí hecha una furia. No sé si porque le interpreté mal o porque en el fondo llevaba razón. Yo misma había pensado en infinidad de ocasiones que me usaba a su antojo. Pero me dio rabia que John me lo restregara en la cara. Me arrepentí de haberle confiado tantos detalles sobre mi intimidad y que ahora pudiera juzgarme. Me sentí pequeña. Me sentí una mierda.
—Perdona, retiro eso —dijo, tras alcanzarme—. Sorry… Fuck! —murmuraba como para sí mismo y siguiendo mi paso acelerado. Intentando buscar cómo explicarse en español, en inglés se lo tenía prohibido—. Contigo no controlo. Te gusta que soy sincero y no tengo una medida de mis palabras.
Sonó real y arrepentido. Hicimos las paces y volvimos sobre nuestros pasos a recuperar las bicis, que habíamos dejado olvidadas detrás del banco en el que estábamos sentados.
Me prometí en ese momento que no me pillaría por él. No le daría esa satisfacción. Solo seríamos amigos y jamás cruzaría ese umbral. Jamás. Nunca. Aunque muriese de ganas por dentro. Además tenía razón, aquello no podía ir a ningún sitio. Y me parecía una lástima, John era el Juancar que yo siempre quise que fuera el auténtico; y ni en sueños se aproximaba, llevándole tres años el otro. John era el chico perfecto en el momento equivocado.
Finalmente nuestros caminos tomaron destinos completamente opuestos. Aun así, ¿qué tiene de malo que sigamos siendo amigos y mantengamos el contacto con este gran invento que son las tecnologías?
John: Al final murió, ¿no? Jamás me perdono el impulso de lanzarte al agua. Estabas tan perfecta allí plantada al borde con shorts. Juro que no vi el bolso.
Yo: Dejemos ese temita que aún no te lo he perdonado del todo. Ahora me toca realizar trabajos forzados en casa para recuperar mis ahorros.
John: Sure? Vi aquel cheque que te daban por la foto tan sexy mordiendo tu pelo. Está pegada en mi habitación.
Yo: ¿No la estarás usando para…?
John: No preguntes si no quieres saber. Y envía más. Está gastada.
Yo: ¿¡Serás guarro!? Ni una más. Y siento decirte que, por haberte largado, vas a perderte un anuncio de champú que televisarán próximamente.
John: YouTube.
Yo: No lograrás encontrarlo.
John: Tengo recursos y fuentes.
Yo: ¿Han empezado tus clases?
John: Sí.
Yo: ¿Qué tal?
John: Echo de menos aquello.
Yo: ¿Y a mí?
John: ¡A ti no!
Yo: Yo también a ti.
John: Y dime, ¿algún chungo que te gustan tanto?
Yo: No, solo un desconocido con el que me escribo asiduamente por WhatsApp.
John: ¿Cuánto desconocido?
Yo: Desconocidísimo. Hasta el punto de que en la agenda lo tengo anotado de ese modo. Un intruso que se me coló en el móvil.
John: ¿No enseñan los padres españoles no hablar con desconocidos?
Yo: En realidad es un conocido de mi hermana que cree que la escribe a ella.
John: Abril, tengo miedo de tus ideas de mendrillo.
Yo: ¡Es membrillo!
John: Promete que acabarás ese rollo.
Yo: ¿Celos?
John: Me recuerdo cuando cogiste mi teléfono escondida para preguntar a Paula en WhatsApp si había tirado a Juancar.
Yo: Sí, de la cama.
Yo: Bueno, esto es distinto. Ha sido él quien me ha escrito interesándose por mi tatuaje.
John: My seahorse?
Yo: ¿Está en tu piel o en la mía?
John: En los dos. ¡Son nuestros!
Yo: ¡No conocía esa faceta posesiva tuya!
John: Promete que paras eso.
Yo: Pero si no hay nada que parar. Es una chorrada. Solo estoy haciendo unas averiguaciones: creo que mi hermana ha tenido un lío con ese tipo.
John: No quiero saber más del asunto. Huele como un cuerno chamuscado.
Yo: Deja de poner expresiones que no sabes usar, ¡me cuesta tomarte en serio!
John: Eso es que no tengo buena profesora.
Yo: Te dejo, llego tarde a clase.
En realidad no voy a clase, pero no me apetece seguir con la conversación. Cuando se pone en ese plan protector y cabezón no hay quien le haga cambiar de opinión.
Al entrar en casa, encuentro a Fabio cocinando. Huele francamente bien a mantequilla, beicon, cebolla… y no sé qué más. Al verme en la cocina se pone nervioso.
—¿No estás en clase? Pensaba que los lunes comías allí.
—Me he saltado la última. —Me arrepiento al momento—. Ops… Es que… debo entregar un proyecto que llevo atrasado y… en fin, ya me pasarán los apuntes mañana. —Cuelgo el bolso de una silla y me acerco a cotillear la cazuela—. ¿Eso qué es? ¿Carbonara?
—Yo no digo nada de tus clases si tú tampoco lo haces sobre el menú de hoy.
—¡Hecho! —confirmo entusiasmada—. Aunque… no me dejarás luego con el culo al aire para irle con el cuento a Mónica, como con lo de los perros.
—¡No, tranquila! Eso fue… —Creo que se siente incómodo al recordarlo. Baja la mirada para centrar toda su atención en la cazuela mientras remueve su contenido con una cuchara de madera—. A ver, me dejaste muy preocupado y me pareció oportuno que tu hermana te parase los pies antes de que cometieras la locura.
—Bueno… perdonado. —Recupero mi bolso de nuevo—. Oye, ¿hay pasta de esa para mí? —pregunto antes de abandonar la cocina.
—Y hasta nos quedará para la cena.
—¡Guay! Se me han pegado las sábanas hoy y apenas he probado bocado en el desayuno.
—¿Qué tal las clases? ¿Es como lo imaginabas?
—Sí. Hay asignaturas que me sobran, pero por lo demás… estoy encantada.
—¿Cuál es el proyecto que tienes que entregar?
—Un logotipo. Luego te lo enseño —respondo ya desde el pasillo.
Tras la comida, me encierro en mi cuarto a trabajar en el logo. Primero trazo unos cuantos bocetos sobre el papel. Se me dan mejor los lápices que los programas informáticos, y lo importante es captar la idea que representa a la imagen de la firma. Para lo otro hay tiempo. Al pasar la hoja de mi bloc, encuentro un garabato que hice encima de unos números, al repasarlos distraída, y que desembocó en un dibujo de casi media página. Suelo hacerlos mientras mi mente viaja de un pensamiento a otro. Me ayuda a concentrarme. Empecé a hacerlos en el instituto, durante las clases soporíferas de Historia. Siempre he tenido profesores aburridos en esa asignatura, no sé si por mala suerte o si es la materia en sí que los va transformando con el tiempo. Pensándolo bien, debe de ser falta de afinidad entre la historia y yo, porque a Lidia no le pasaba —menos mal— y sus apuntes eran los que terminaban ayudándome a sacarla adelante, aunque solo fuera con un cinco raspado.
El sonido de un mensaje consigue sacarme de mis pensamientos. Es la respuesta de Des al mío de esta mañana que decía: «¿Te has tatuado “sopa de pollo con fideos” en chino?».
Des: ¿Hablas chino?
Yo: No. Aunque he leído que el cincuenta por ciento de los tatuajes con palabras en chino no significan lo que en realidad piensan quienes se lo tatúan. La de “sopa de pollo con fideos” es una de mis favoritas. Le sigue la que quiso tatuarse “I love David” en hebreo, pero utilizó el traductor Babylon y se equivocó de campo de texto. Su espalda acabó decorada con un mensaje que reza: “Babilonia es líder en traducción y diccionarios”.
Des: ¡Qué bueno! Tranquila, el tatuaje no es mío. Solo esperaba tu reacción.
Yo: Ya lo sabía. Eres un libro abierto para mí.
Des: Vaya con la chica lista. ¿Algún otro tatuaje que me hayas ocultado?
Yo: ¿Hay alguna parte de mi cuerpo que no hayas visto?
«Va siendo hora de jugármela a todo o nada».
Des: Pensaba que no, pero remitiéndonos a las pruebas… parece que no estuve del todo atento.
Yo: ¿Qué recuerdas de aquella noche?
Des: ¿A qué viene esa pregunta?
Yo: A nada. Solo quiero tener claro si vivimos igual el mismo momento.
Des: Parece ser que no, hubo una que salió corriendo.
Yo: ¿Y tú qué esperabas de mí?
Des: ¿Y este interrogatorio? No estoy acostumbrado a hablar de cierto tipo de asuntos así, por este medio. Si quieres quedamos y charlamos sobre lo que pasó y no pasó o queremos que pase o no pase.