Skip to content Skip to footer

Aquello que revelamos | Primeros capítulos


Capítulo 1

Mario

Mensaje de audio 1 de Julia:

Lo siento, Mario, pero eso que me pides es del todo imposible. ¿Tú sabes lo difícil que es conseguir unas fotos así? ¿Cómo voy a decirle ahora a Alberto que no podemos publicarlas? Entiendo que es tu amigo y que esto perjudicará su relación, pero tarde o temprano iba a saberse. Debe asumirlo y ser consecuente con sus actos.

Mensaje de audio 2 de Julia:

Y, cambiando de tema, tenemos cita mañana para hablar con Romualdo sobre el catering. Por lo visto ha sido imposible conseguir el palacete para la celebración y debemos apuntarnos a la lista de espera de esa finca que le gustó a mi madre, aunque tal vez pueda mover algunos hilos para saltárnosla usando la revista. Dime a qué hora estarás disponible para organizarme con él.

—Mario, necesito que esas fotos no vean a la luz —insiste Leo al devolverme el teléfono tras escuchar a Julia, sigue nervioso y cabreado a partes iguales—. ¡Esas imágenes van a tirar por la borda cinco años de relación! ¿Es que no lo ves?

—¡Claro que sí! Te entiendo perfectamente y lo he intentado. Pero ya has escuchado a Julia. No va a ceder, la conozco de sobra.

—¿Le dijiste que estoy dispuesto a pagar más de lo que van a recaudar por publicarlas? Además, aquí no me conocen tanto. ¿Qué interés podrían generar?

—Hombre… unos buenos cuernos siempre crean expectación. Y más tratándose de un actor emergente que se lo monta con su representante a plena luz del día. ¿En qué coño estabas pensando, Leo?

Se frota la cara con una mano tras darle un largo trago al contenido de su vaso. Va por el segundo whisky, a este ritmo me tocará confiscarle el coche y llevarlo al hotel o alojarlo en casa. Aunque, esta última opción debo descartarla si no quiero que nos despierte en plena noche para rogarle a Julia que destruya sus tórridas fotos. Imagino la respuesta de ella: «Habértelo pensado antes de traicionar a Angélica», que es lo que dijo cuando me habló de las imágenes. «Se lo tiene bien merecido por cabrón», añadió al final.

—¿Qué quieres que te diga? —Se muestra cabizbajo y va girando el vaso que sostiene en las manos—. Estábamos celebrando el preestreno, habíamos bebido un poco y… no sé, nos dejamos llevar. Pero estoy dispuesto a pagar lo que sea necesario —añade, con un resquicio de esperanza en la mirada.

—No creo que se trate de dinero; y menos cuando está implicado su amigo Alberto, el que os hizo la foto. Ese tipo es un hueso, además de su protegido en la revista. Se lo robó a la competencia cuando ascendió al puesto de directora y sabe que regresará con ellos si no le deja campar a sus anchas en Fashionist.

Se sirve otra copa y pasea por la terraza dándole vueltas a la situación, imagino. Está más inquieto que cuando se presentó en mi casa, sin avisar, con la idea de encontrarse con Julia y convencerla de que incluso podría afectar a su carrera. Aunque en realidad acaba de despegar, prácticamente, su éxito se reduce a un papel protagonista para una adaptación italiana de un conocido bestseller. El resto de sus trabajos pasaron por las pantallas sin apenas dejar huella. Aunque sí es cierto que la adaptación arrasó, y ahora está en España promocionando la segunda parte en la que se espera el mismo éxito, si no más.

—Pues tendrás que hacerlo del otro modo, amigo —propone, mirándome desde la barandilla donde se ha apoyado para observar las vistas a la calle principal, o tal vez solo estaba tramando ese plan que acaba de proponerme para deshacerse de las malditas fotos.

—No pienso entrar en su sistema informático como si fuera un vulgar hacker.

Merda, amico, questo non era previsto!

—En ningún caso aseguré que lo arreglaría por mi cuenta, Leo. Solo dije que trataría de convencerla. Eso ha sido todo por mi parte.

Su mirada ha quedado enmarcada en una pequeña sombra de decepción ahora. Vuelve a girarse hacia las vistas, dándome de nuevo la espalda. Me levanto para acercarme a la barandilla también y, durante unos minutos, permanecemos callados, el uno junto al otro, observando a la gente que está disfrutando en la terracita del restaurante de abajo. Soy consciente del lío en el que está metido, pero no puedo hacer lo que me pide. Eso nunca. Julia se daría cuenta enseguida de que he tenido algo que ver. No puedo arriesgarme. Pero ¿qué estoy pensando? No se trata solo de que vaya a darse cuenta o no, estaría cometiendo un delito. Definitivamente, no.

Me lo devi, Mario.

—¿Que yo te debo qué? —lo miro atónito.

No pienso ceder a su chantaje. Soy consciente de que quiero a este cabrón como si fuera de mi propia sangre, pero no pienso poner en riesgo mi relación ni mi integridad por sus actos.

Cazzo, amico, sii generoso, lo farei per te.

—No suenas más convincente por pedírmelo en italiano, amigo —afirmo medio sonriendo.

—¿De verdad no vas a hacerme ese favor por los viejos tiempos? —insiste, poniendo su mejor pose de cordero degollado—. ¿Cuántas veces di la cara por ti cuando te metías en líos?

—¿Hablas de aquellas historias de críos?

—¿Qué más da el tiempo que haya pasado? Siempre he estado ahí cuando me has necesitado.

—Nunca te he pedido nada.

—Pero lo haría si se diera el caso —reconoce a la vez que me mira fijamente—. Pídeme lo que quieras, lo que sea. Te pago lo que he ofrecido para Julia.

Me alejo de la barandilla y vuelo a ocupar mi sitio en la butaca frente a la mesa. Dejo mi copa encima y me froto el pelo, replanteándome su absurda idea. No me quita ojo desde la posición donde se encuentra, esperando a que me ablande. Sé que está desesperado, y también que él lo haría por mí si fuera yo quien estuviera metido en ese marrón.

—No pienso cobrar por cometer un delito —admito, sin mirarle, para evitar que me convenza con su pose chantajista.

—Está bien, pues hazlo gratis —propone, cruzándose de brazos—. Además, no es ningún delito. Ese gilipollas no tenía ningún derecho a robarme unas fotos en mi vida privada. ¿Te imaginas si estuvieras montándotelo con Julia en el salón de tu casa y que un paparazzi publicara vuestra foto?

—Para empezar, a nadie le interesaría publicar una foto nuestra en esas condiciones. Pero tampoco estabais en el salón de vuestra casa, que yo sepa.

—Bueno, quien dice salón dice frente al ventanal…

—… de un hotel, Leo, de un hotel.

—Pero íbamos bebidos y se nos fue de las manos —defiende, antes de acercarse a ocupar su sitio frente a mí, y esta vez me mira como si fuera un ternerito a punto de entrar en el matadero. Sabe que le quiero como a un hermano y se aprovecha de ello—. Además, ¿no me lo contaste precisamente por eso, porque Julia te había hablado de esas fotos?

—Sí, claro, para que no te pillara por sorpresa la publicación y estuvieras prevenido. En ningún caso me plantee delinquir por ti —reconozco, porque esa era mi verdadera intención.

Sabía que Julia no estaría dispuesta a renunciar a esa suculenta tajada para el beneficio de su revista. No en vano había despojado a su competencia directa de su estrella de las exclusivas jugosas. Debía reconocérsele a su amigo Alberto el mérito, al menos, de ser la peor pesadilla de los famosos y de estar siempre en el momento y lugar exactos donde cometen sus descuidos, mostrándose como jamás querrían ser vistos; precio que mi amigo no estaba dispuesto a pagar por la fama.

—Pues no estoy preparado, Mario —agrega, tras darle el último sorbo a su copa—. Debes terminar el trabajo y destruir esas fotos. No te pediría algo así si no estuviera en juego mi relación con Angélica. Sabes lo enamorados que estamos.

—Ella sí. Lo tuyo, después de los últimos acontecimientos, empiezo a dudarlo.

Non dire sciocchezze, Mario!

—No son tonterías, lo pienso realmente. Esta no es la primera vez, recuerda que hablas conmigo. Solo ha sido tu primera pillada.

Se ha acercado un poco más y ahora me sujeta por un hombro, mirándome fijamente para hacer más creíble lo que va a decir.

—Despediré a Daniela si eso te hace sentir menos cómplice, pero tienes que ayudarme. 

—No sé, Leo —sigo dudando—. Puedo meterme en un lío con Julia. —Vuelvo a levantarme para tomar distancia, me resisto a participar en esta trama—. Si desaparecen esas fotos, después de haberle pedido que no las publique, sabrá que he sido yo.

—Podrías cargarle el muerto a otro. Es fácil para ti, eres un genio en tu campo.

—¡No me hagas la pelota ahora para salirte con la tuya!

—Pero ese tipo seguro que tiene enemigos en la revista. —Vuelve a acercarse a mi lado—. Todos tenemos a nuestro rival al que hacer sombra, ya sea colega de equipo o de la competencia.

—Está bien —termino cediendo, convencido de que no va a desistir—. Echaré un vistazo, pero no te garantizo que vaya a hacerlo.

Ti sono debitore per quel colpo, socio.

—No me debes nada. Y tampoco des por hecho que lo cumpla.

Aún así, está tan entusiasmado que se acerca a darme un abrazo y me palmea la espalda con ímpetu.

—¿Y qué era eso del catering? —se interesa ahora, cambiando completamente de tema para zanjarlo y evitar que me eche atrás—. ¿Celebran las bodas de oro los padres de Julia?

—No es para ellos. Somos nosotros. ¿No te lo había dicho?

—¡Qué cabrón! ¿Te casas? —Lo dice como si no pudiera creérselo—. ¿Y no pensabas invitarme?

—Pues claro que sí. Acabo de pedírselo, prácticamente. Pero con todo este lío de las fotos se me había pasado contártelo.

—¿Cuándo es?

—¡Ni idea! Por lo visto hay una lista de espera de más de un año. Aunque no descarto que tire de contactos y todo se acelere, Julia está algo impaciente. Así que no te extrañe recibir una invitación antes de lo previsto.

—Conque han cogido por los huevos al bueno de Mario, ¿eh? —añade tras darle un largo trago al contenido de su copa. Ahora parece más relajado que cuando llegó hecho un manojo de nervios—. Quién lo iba a decir cuando te soltaban en casa de tus abuelos a principios de verano y te fugabas el último día para no regresar a España.

—Eso fue solo una vez, mamón —protesto, soltando una sonora carcajada.

—Pero duró tres días. Todavía hay recortes de los periódicos locales en el desván de mis abuelos sobre aquella anécdota. Y aún me duele el bofetón que me dio mi padre cuando se fueron las cámaras de televisión.

Lo recuerdo perfectamente. Llegamos como héroes pensando que nos recibirían con los brazos abiertos nuestras familias, según lo habían afirmado entre lágrimas frente a las cámaras y micrófonos que les dieron voz y visibilidad en nuestra búsqueda. Pero a mí me castigaron sin volver al año siguiente, y a él le prohibieron juntarse conmigo. Aunque en realidad no regresé tampoco al otro año, una vez cumplido el castigo, porque la abuela falleció y no coló mi argumentación de viajar allí por mi cuenta, por mucho que hubiera cumplido los dieciséis, ni tampoco al siguiente. Fue tiempo después cuando volví a reencontrarme con Leo, que vino a Madrid para hacer unas prácticas de iluminación cinematográfica en una productora y se alojó durante esa temporada con nosotros. Volví a veranear un par de años más tarde, en su casa esta vez porque la de los abuelos la vendieron. Nuestra amistad ha sobrevivido a lo largo de este tiempo en la distancia. Él, sumergido en su profesión de actor, que le vino de rebote. Aunque siempre le gustó ese mundillo de la televisión, que en sus inicios estudió detrás de las cámaras.


Capítulo 2

Alicia

—Elena, ¿has tocado mi ordenador?

—¿Te refieres a nuestro ordenador? —responde enseguida con su soniquete típico de echarme en cara que me apodero de las cosas.

Está amasando sobre la encimera de la cocina lo que será nuestra cena, creo que la masa de una empanada; siempre que no acabe en el cubo de la basura, como suele ocurrir cuando experimenta por su cuenta sin seguir las instrucciones de una receta. Le gusta inventarse platos o tunear los que ya existen.

—Bueno, sí, tú ya me entiendes —replico—. Es que como apenas lo usas… En realidad es prácticamente mío.

—Pues no lo es, recuérdalo. Y claro que lo he usado —confiesa—. Necesitaba descargar vídeos del teléfono para poder borrarlos, casi no me quedaba espacio.

—¿No ibas a comprarte una tableta para tus recetarios?

—Sí, claro, estoy para más gastos ahora —se queja. Hace una bola con la masa y vuelve a aplastarla con energía.

—Pues ya sabes cómo soy de torpe con la tecnología. No me cambies las cosas de sitio —le pido.

—Eso no hace falta que lo jures… —Se ríe al decirlo—. Deberías haber nacido en el siglo pasado para dedicarte a la fotografía analógica. Ahora tienes que adaptarte a los tiempos modernos y dejar eso atrás. ¡Y a ver si quitas ya el tenderete ese que tienes montado en la bañera!

—Sabes perfectamente que cuando se sequen los negativos lo haré, ¿vas a seguir diciéndomelo cada vez que haga un revelado? —respondo, algo irritada.

Siempre está con la misma cantinela. ¿Dónde quiere que lo haga? ¿En mi cuarto? Encima de que la dejé quedarse con el más grande. Bueno, en realidad lo echamos a suertes. Pero cuando sacó el papelito lo soltó enseguida y cogió el otro; y la primera elección debió ser la válida. Aunque lo dejé pasar porque prometió que se encargaría de limpiar el baño y la cocina, a cambio de que yo lo hiciese con el salón y la terraza, incluidos los cristales que es lo que más odia. Igual que me pasa con el baño, así que… me vino bien la propuesta. Además, la terraza es minúscula, deberíamos llamarlo balcón más bien.

—Es que ahora entiendo a mamá cuando me dijo que aquí las dos juntas íbamos a salir tarifando —dice ahora.

Esta vez deja la bola de masa en un bol y le pone encima un paño que ha sacado del cajón.

—¿Y no te has planteado que a lo mejor lo ha dicho por ti? —contesto, mientras abro carpeta tras carpeta que me encuentro en la pantalla para dar con mis archivos—. ¿Me meto yo en cómo tienes la cocina empantanada a todas horas con experimentos de repostería?

—Sabes perfectamente que forma parte de mi trabajo, Alicia, y cobro por ello —protesta enseguida, algo irritada—. ¿Te pagan a ti por esas fotos siniestras en blanco y negro?

—Cualquiera pensaría que tu trabajo nos mantiene, hermana. Por lo que yo sé, mi empleo de mierda en la revista es lo que paga nuestras facturas hasta el momento.

—¿Ahora vas a echarme en cara eso también? Abrir un negocio requiere de sacrificios, ¿no era eso lo que me decías cuando me animabas a dejar mi trabajo y a montarme por mi cuenta?

—No te echo nada en cara, Elena, pero deja de meterte con lo mío. Una cosa es hacer fotos para ganar dinero, que ya lo hago, y otra muy distinta es trabajar en lo que me gusta. Y mis fotos siniestras son lo segundo —me defiendo, sin prestarle atención visual, sigo concentrada en mi tarea de búsqueda.

—Pues cuando te lo dice Fran, no veo que te enfades tanto con él.

Él jamás calificaría mis fotos de siniestras. Elena lo dice solo por un par que le hice a una figura de porcelana que se dejaron los antiguos inquilinos y que decidimos tirar tras ver las imágenes en blanco y negro de mi experimento, daban miedito…

—¿Me has borrado las carpetas? No encuentro nada.

—Es que lo guardas todo en el escritorio, y ese no es el sitio para acumular archivos. Lo he limpiado. Ahí solo debe aparecer lo importante. 

—Y tus recetas son más importantes que mis fotos, claro.

—Eso es solo un acceso directo. Ahora tenemos una carpeta en documentos que se llama Alicia y otra Elena. La mía no la toques porque está ordenada por categorías y fechas. La tuya es un despropósito, pero solo he volcado tu desorden del escritorio tal cual estaba. No me mires con esa cara.

Está lavando los cacharros que ha utilizado para su supuesta empanada, y puedo ver su sonrisilla de satisfacción por su fechoría desde donde estoy sentada en la mesa que divide la cocina del salón. En su día, decidimos tirar la pared que separaba ambas estancias para ganar espacio al minúsculo salón. Mis padres aún no lo saben, fue un trabajillo que se le antojó a Elena y que ejecutó un ligue suyo cuando nos mudamos. Quedó fatal la unión entre ambos suelos, no encontramos baldosas para igualar ninguno de los dos lados y, con las que se parecían, al llegar a casa nos dimos cuenta de que el resultado era un parche. Pero lo solucionamos muy bien con una vistosa alfombra de Ikea que colocamos donde ahora se apoya la mesa. Hicimos algunos arreglos más, los inquilinos habían dejado la casa bastante descuidada. Al menos mis padres no nos cobran alquiler, solo que nos ocupemos de todos los gastos del piso. Iban a venderlo cuando se terminara el contrato con la pareja anterior; para dejarse de rollos, nos decían. Ellos se marcharon a la costa del sur cuando se jubiló mi madre, él se retiró unos años antes.

—¿También has cerrado mi correo? —Me está poniendo de los nervios con su limpieza digital. Se ve que no tiene bastante con la lustre que le saca al culo de las sartenes, que no se queda tranquila hasta que brillan como el diamante.

—¡Chica, lo siento! Es que he tenido que iniciar sesión para descargar un documento que debía firmarle al gestor.

—¡Joder! ¿Y no podías dejarlo después como estaba?

—¿Acaso lo haces tú? Siempre dejas tu sesión iniciada.

—Pero es mi herramienta de trabajo, tú apenas lo usas.

—Te recuerdo que elegimos ese modelo tan caro porque nos lo recomendó tu querido amigo Fran, y por ese precio podríamos habernos comprado un portátil para cada una. Así que no me toques las narices ahora con eso.

—¡Está bien, cascarrabias! ¿Me preparas un té, ya que estás en la cocina?

—Mira, la otra, como si estuviera en el ala oeste de la mansión…  —refunfuña, sacando la caja de las infusiones—. ¿Cómo lo quieres?

—De esos tuyos con un poco de todo y cúrcuma.

—¿Has quedado con Fran o te quedas a probar mi fritata de aceitunas negras y tomates cherry?

—¿No era una empanada?

—La empanada es para llevarla mañana a la cafetería.

—¿Piensas servir empanada con los cafés?

—A todo el mundo no le gusta el dulce, listilla.

—Pues sí, cenaré aquí. Y tampoco quedo tanto con Fran, no sé por qué te refieres a él siempre como si se tratara de mi pareja.

—Es que lo parecéis aún. Si te presentaras aquí mañana con un anillo de compromiso en el dedo ni me sorprendería —responde, mientras corta unas hojas de hierbabuena de la maceta que tiene sobre la repisa de la ventana para agregarlas en el té.

—Estás fatal, Elena —me quejo.

—Tu amiga Marta opina lo mismo. No conocemos a nadie que haya mantenido una relación con un tío y guarde después una amistad tan estrecha como la vuestra.

Habla así porque en realidad le tiene manía. Le hizo la cruz desde el día que dejé la relación con Javi, mi novio desde el instituto, al cruzarse Fran en mi camino hace ya varios años. Javi era compañero suyo en clase, en realidad nos presentó ella, y se llevaba mejor con él que conmigo. Su amistad se vio afectada por nuestra ruptura, y creo que es eso lo que no nos perdona. Aunque a mí no tiene más remedio que aguantarme. Pero a Fran lo tiene crucificado por haber estropeado su relación de amistad y que encima lo nuestro no funcionara tampoco.

—¿Ahora vas a empezar con Fran también? Vaya tarde me estás dando…

—Es que tenéis un rollo bastante extraño… Seguro que os acostáis y todo. —Me ha dejado el té sobre la mesa y se ha sentado enfrente para tomarse otro conmigo. Paso de entrar en su provocación con el tema de Fran para sonsacarme información, que piense lo que le dé la gana—. Solo os falta vivir juntos en su lujoso apartamento, no sé por qué te quedas a compartir este cuchitril con la pesada de tu hermana mayor.

«Mayor dice… y nos llevamos catorce meses».

—¡Ahora no funciona mi programa de retoque digital! —me quejo—. ¿Qué coño has hecho?

—¿Yo? ¡Nada!

—¿Cómo que nada? Aquí pone que se ha actualizado no sé qué mierdas, y que debo ponerme en contacto con no sé quién, desarrollador del programa, o ¿¡comprarlo!? Pero ¡si ya lo había pagado!

—A ver, pardilla, déjame mirarlo. —Aparta su taza y tira del portátil para colocarlo frente a ella. Me cambio de sitio para estar a su lado y observar lo que hace—. Pues sí, algo ha pasado —confirma—. Actualicé el ordenador a la nueva versión que me ofrecía, y avisaba de una incompatibilidad con algunos programas antiguos, pero no pensé que afectaría a lo tuyo de las fotos.

—¡Mierda, Elena! Me he comprometido con la editora a enviarle un reportaje fotográfico para la nueva sección de la revista antes del lunes.

—Pues llama a tu amiguito, él fue quien nos metió en esto.

Marco su número en cuanto Elena me da la idea, a él se le dan bien estas cosas. Se tiró varios días enseñándome o más bien aguantando mis llamadas en línea para aprender a manejar el equipo y a descargar los programas que utilizo en el trabajo. Tiene una paciencia infinita conmigo. Soy lo más torpe que existe para la tecnología.

Mi hermana tiene razón afirmando que debí nacer en el siglo pasado, de hecho me habría encantado ser de otra época donde no existieran los ordenadores ni los teléfonos móviles y, sobre todo, sin las cámaras de fotos digitales. Qué libre debía de sentirse la gente antes, saliendo por la puerta de casa sin tener que estar pendientes de llevar el teléfono en el bolso. Llaves, monedero y adiós. Libertad absoluta. Sin llamadas ni mensajes ni geolocalización… Cada uno a su rollo hasta la vuelta. Y no como ahora, que te quedas sin batería una tarde y cuando consigues cargarlo tienes diecinueve llamadas perdidas, ochenta y tres mensajes de histeria y, si te descuidas, un dispositivo alertando de tu posible desaparición.

—Ahora Fran no lo coge. ¡Joder!

—¿Y no tienes algún compañero a quien puedas recurrir?

—¡Sí, buena idea! Llamaré a Laura.

—¿Laura es aquella que envió un correo subido de tono a toda la plantilla por error?

—¡Mierda, tienes razón! Laura no me sirve, es peor que yo con la tecnología. Podría llamar a Alberto, pero… es un gilipollas engreído que se cree irresistible.

—Tampoco tienes muchas opciones, Alicia. Yo lo estoy intentando, pero me pide comprarlo para descargarlo de nuevo. —Me acerco a observar la pantalla con ella—. No aparece ninguna opción donde poner que ya lo habías hecho.

—¿Y si lo compro?

—¿Estás loca? ¡Cuesta un pastizal, mira! —Tiene razón, no me acordaba del precio.

—Vaya, pues tampoco responde Alberto.

Enseguida me viene a la mente que una vez le dijo a Julia, la directora, que si no contestaba al móvil lo intentase por email, que lo silencia cuando está concentrado trabajando y en el ordenador ve la notificación al instante.

Para: albertoalvarez@revistafashionist.com

De: aliciamunoz@revistafashionist.com

Asunto: Actualización

Hola, Alberto:

Si ves una llama perdida es porque tengo un problema con la actualización de mi ordenador a la nueva versión de software, y ahora no me funciona el programa de edición de imágenes por algún tipo de conflicto con la antigua versión. ¿A ti te ha pasado? ¿Podrías ayudarme a resolverlo y enviarme las instrucciones por aquí? Soy algo torpe con la tecnología. Te estaría muy agradecida.

Besos,

Alicia.

—¿Besos? ¿Te estaría muy agradecida? Eso suena a que voy a venderle mi alma al diablo, Elena —me quejo tras leerlo—. Habría servido con un simple gracias. ¡No le conoces!

—¡Deja de quejarte! Bastante es que me haya ofrecido a explicárselo, desagradecida.

—No es eso. Pero creo que se me ha… medio insinuado alguna vez. Tiene fama de picaflor, se ha liado con media oficina y no me apetece que piense lo que no es.

—¡Mira, ya ha respondido! —se alegra enseguida, abriendo el correo como si fuera el suyo.

Para: aliciamunoz@revistafashionist.com

De: albertoalvarez@revistafashionist.com

Asunto: Re: Actualización

Claro que puedo ayudarte, Alicia, ¡y encantado! Aunque es complicado así en línea, tampoco es que yo sea un experto. Pero se me ocurre una cosa: ¿Nos vemos a eso de las ocho en mi casa y te lo traes para solucionarlo? Te envío la ubicación por mensaje.

Besos,

Alberto.

—¡Mierda! Anda, trae.

Le quito el ordenador de las manos y me pongo a redactar una respuesta por mi cuenta. Prefiero la opción de volver a pagar el puñetero programa antes que acudir a esa encerrona.

Para: albertoalvarez@revistafashionist.com

De: aliciamunoz@revistafashionist.com

Asunto: ¡Solucionado!

Al final no era un problema de la actualización y ya está arreglado. Pero gracias por ofrecerte a ayudarme.

Saludos,

Alicia.

—¿Vas a enviarle eso? —se queja Elena, sujetándome la mano que se dirigía al pulsar el botón del envío del mensaje.

—¿A ti te parece normal que me invite a su casa? —protesto—. No voy a presentarme allí ni de coña.


Capítulo 3

Mario

—Dime que no has tenido nada que ver en la misteriosa desaparición de las fotos de tu amigo. —Esto es lo que escucho al otro lado de la línea nada más despertar, cosa que ha ocurrido por el sonido del teléfono precisamente. Es sábado por la mañana, y suponía que Julia estaba durmiendo a mi lado hasta que he recibido su llamada. Pero siempre está la revista antes que todo lo demás.

—¿A qué te refieres?

Me levanto de la cama con parsimonia por el sueño que aún me mantiene atrapado y camino descalzo hacia la cocina. Sobre la máquina del café leo el post-it que me había dejado antes de irse: «Tengo que pasarme por la revista un momento. Si no llego antes de las diez, recógeme allí».

—Sorprendentemente, han desaparecido las fotos que me pediste que no publicara. ¿Casualidad?

—No he tenido nada que ver en eso, Julia. —Conecto la cafetera y me preparo uno largo; no puedo creer que me haya despertado a las siete y media de un puñetero sábado—. ¿Me ves sobornando a tu amigo Alberto? ¿Acaso es de esos que se venderían por dinero? —Lo insinúo utilizando un soniquete acusador.

—¿Cómo sabes que las fotos son de él? —se interesa enseguida. Puedo imaginármela perfectamente levantando una ceja, ese gesto suyo tan característico.

—Porque me lo comunicaste tú misma —me defiendo—. ¿No lo recuerdas? Dijiste: «Mario, no vas a creerte lo que acaba de decirme Alberto. ¡Ha pillado infraganti a Leo Morelli montándoselo con su manager!». —Lo digo tratando de imitar su entusiasmo cuando me lo contó.

—¿Seguro que no has tenido nada que ver? —insiste.

—¡Pues claro que no! Habrá sido el propio Leo. Me dijo que pensaba sobornarlo, y tal vez lo haya conseguido. A lo mejor no conoces tan bien a tu amigo Alberto como piensas.

—Imposible. Acabo de colgar con él, y está hecho un basilisco. Dice que ha tenido que ser alguien de la oficina.

—Y entonces, ¿por qué sospechas de mí?

Me llevo a los labios mi taza de café humeante para darle un pequeño sorbo y después salgo a la terraza a tomarlo. Hace un día soleado de finales de mayo, y aún no se aprecia el ajetreo de gente que en un par de horas inundará el mercado de la esquina, aunque las furgonetas de descarga ya ocupan su espacio en doble fila.

—Sospecho de ti porque no tiene ningún sentido que un compañero le haya robado esas fotos, Mario. ¿Con qué finalidad?

—¿Vendérselas a la competencia? —se me ocurre sobre la marcha, aunque no por casualidad.

—No tenemos a nadie tan rastrero en la revista como para hacer eso.

—Pero sí que te lo parezco yo para acusarme, ¿no?

Pongo voz de decepción al decirlo, y enseguida cambia también su tono.

—Bueno, eso es distinto… Tú tienes un móvil para querer hacerlo.

—¿Crees que me pringaría de esa manera solo por ocultar a la opinión pública la infidelidad de Leo?

—Tienes razón, lo siento —termina cediendo—. Pero es lo primero que se me ha pasado por la cabeza cuando me ha llamado Alberto.

—Pues te has equivocado.

—Está bien, ya me he disculpado. Si dices que no has sido… te creo.

No tengo tan claro que se haya convencido realmente, lo que sí se ha quedado es sin argumentos para seguir acusándome.

—Y, cambiando de tema, ¿a qué hora hemos quedado? —Decido disuadirla sacando su nueva distracción favorita: la boda.

—A ninguna —responde, y sospecho que algo desilusionada por el cambio de registro en su voz—. Al final, Romualdo me ha cancelado la cita por un problema personal.

—Entonces, ¿te recojo y comemos juntos en algún sitio? —propongo, para animarla.

—He quedado con mis hermanas y mi madre para almorzar y de paso mirar vestidos de novia.

—Pero si aún no tenemos ni fecha para la boda —respondo, algo extrañado.

—Ya, si no es nada formal —se excusa enseguida—. Se han empeñado ellas, aprovechando que está aquí Belén. Será imposible otra ocasión para hacerlo las cuatro juntas, y a mamá le hacía demasiada ilusión. ¿No te importa? —Al menos parece contenta con el nuevo plan.

—No, claro que no me importa. Aprovecharé que me dejas libre para vender las fotos que le robé a tu protegido.

—Ja, ja.

En realidad, he invertido la mañana en mostrárselas a Leo y deshacerme de las pruebas, entre otras cosas.

Me resultó demasiado fácil colarme en el ordenador de ese tipejo sin escrúpulos que, además, había estado negociando previamente para vendérselas a la competencia por una suma nada despreciable. A fin de cuentas, se merecía que entrara en su ordenador a robárselas. Hice una buena obra y no solo con mi amigo, sino también de cara a Julia que nunca sabrá que esas fotos podrían haber sido un beneficio muy jugoso para sus competidores más directos: la antigua revista para la que trabajaba su supuesto amigo. Incluso rastreé el ordenador de Julia, por si se las había enviado antes y me tocaba robárselas a ella también.

Mientras curioseaba en el ordenador de ese traidor, me llamó la atención una breve correspondencia que mantuvo con una tal Alicia momentos antes. Aproveché para entrar en su equipo también y comprobar si estaba metida en el asunto del reportaje de mi amigo. Me llamaron la atención algunas fotos que guardaba en un archivo que había denominado: Posibles. Eran fotos de tipo artístico en blanco y negro. Todas tenían un nexo común, estaban realizadas a nivel del suelo. Pies caminando, un gato acicalándose junto a una verja, el reflejo de una viandante en un charco, algunas con objetos cotidianos caídos al suelo y otros más inverosímiles para estar ubicados en ese lugar… Me tiré un largo rato revisando sus fotos, también las personales y otras más insustanciales sobre comidas y recetarios. Al principio pensé que se trataba de su profesión la cocina. Pero comprobé que aparece en el staff de la revista y es fotógrafa editorial en la sección de moda.

No sé por qué razón, y no dice nada bueno de mí lo que se me ocurrió a continuación, pero sentí la curiosidad de conectar la cámara de su ordenador para verla en persona. Aunque ya la había visto en diferentes fotografías de sus archivos, y en algunas aparecía acompañada de una copia casi idéntica a ella. Y de no haberlo estado, hubiera pensado que se trataba de la misma persona con otro peinado más corto en las fotos de lejos, porque en las de primer plano sí se diferenciaban notablemente, también por el color de los ojos. Identifiqué quién de las dos era ella porque en las fotos de los empleados de la revista observé el verde claro de sus ojos, y los de su hermana son en un tono marrón oscuro.

La tentación de conectar su cámara surgió porque vi movimiento en su correo electrónico: acababa de enviarle una respuesta al impresentable de Alberto. La que estaba frente a la cámara cuando me conecté era su hermana, discutiendo con ella sobre ese correo que había enviado confirmando, sin su permiso, una cita con el propietario de las fotos comprometidas de mi amigo. Por su forma de referirse a él, deduje que no era de su agrado tampoco. Volví a leer los correos que se habían intercambiado. Por lo visto, ella tenía problemas para actualizar un programa de edición. Discutieron entre ellas hasta que perdí la conexión porque la tal Alicia, muy enfadada y de un manotazo, cerró la tapa del portátil.

Volvió a conectarlo a los pocos minutos, a solas y desde la que deduje que sería su habitación. Lo abrió para poner música mientras se cambiaba de ropa. Al final iba a presentarse en la casa de su compañero de trabajo a pesar de sus reticencias iniciales. Decidí echarle un cable y solucioné su problema con el programa en cuestión. También con otros que estaban en conflicto con su actualización del sistema operativo. La realidad es que le dejé el ordenador como nuevo, liberando espacio de basura acumulada y programas sin sentido trabajando en segundo plano y en el arranque del equipo. Vi que había creado dos carpetas con los archivos, supuse que la denominada Elena correspondía a su hermana. También me permití el capricho de ordenar sus fotos a mi gusto, las de Alicia.

Y no, no la espié mientras se cambiaba. La posición de la pantalla no coincidía con la suya, solo me centré en la tarea que me había propuesto hacer dentro de su equipo. Excepto cuando se le antojaba que una canción de su lista de Spotify no le apetecía escucharla y se acercaba a pasar a la siguiente; en otras era yo quien elegía la que iba a sonar a continuación. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Solo ver su expresión de intriga al acercarse a la pantalla, preguntándose de dónde habría salido aquel tema nuevo que no aparecía en ninguna de sus listas, merecía la pena.


Capítulo 4

Alicia

Mensaje de audio de Julia:

Hola, Alicia. ¿Podrías pasarte por mi despacho cuando llegues a la revista? Es de suma importancia.

Al entrar, encuentro a Alberto y a otro tipo que ya he visto por la oficina en otras ocasiones, creo que es un informático externo que realiza labores de mantenimiento en los equipos de la oficina. Lo que no me esperaba es la razón para convocarme a esta reunión tan inesperada, que en un principio imaginé que sería en privado. De camino aquí pensé que Julia tendría alguna pega con las fotos del artículo sobre tendencias para complementar el fondo de armario. Pero no era eso, y lo habría preferido tras conocer la realidad del asunto en cuestión.

—Te lo voy a preguntar sin rodeos, Alicia. Han desaparecido unas fotos del ordenador portátil de Alberto, y él asegura que estuviste en su casa el viernes por la tarde, justo cuando las echó en falta. ¿Has tenido algo que ver?

—Por supuesto que sí ha…

—… Silencio, Alberto —le corta enseguida—. Le estoy preguntando a ella.

—En ningún momento toqué su ordenador. —Miro a uno y otro, bastante incómoda por la pregunta que acaba de plantearme—. Fui a su casa porque tenía un problema con mi programa de edición, eso es todo —le explico, completamente tranquila. Aunque sigo alucinada por la acusación.

—Pero no tenías ningún problema —se queja ahora mi compañero en tono serio—. Esa solo fue la excusa que inventaste para presentarte en mi casa.

—Perdona, pero fuiste tú quien me invitó para solucionarlo —le recrimino, algo irritada ahora—. Yo solo te pedí que me enviaras instrucciones al correo electrónico.

—Y los dos sabemos que tu programa funcionaba perfectamente.

—No tengo ni idea de cómo se solucionó, pero juro que en mi casa no se abría —respondo, y dirijo la mirada a mi jefa.

—Sí, claro, eso cuéntaselo a otro —protesta enseguida él.

—¡No estoy mintiendo! —contesto con voz firme y mirándole fijamente, me siento bastante exasperada ya por su forma tan rastrera de querer inculparme. No entiendo por qué lo hace—. Yo no me acerqué a su ordenador. —Ahora me dirijo de nuevo a la directora de la revista—. Ni siquiera sé dónde lo tenía. Y, de hecho, en cuanto vimos que funcionaba lo mío, intenté largarme de allí. Pero se empeñó en que, ya que estaba allí, nos tomáramos algo. Si mi intención era robarle unas fotos, ¿por qué fue él quien insistió en que me quedara?

—Eso no tiene nada que ver —se defiende al instante, tratando de restarle importancia al dato que acabo de ofrecer—. Te invité porque ni se me pasó por la cabeza lo que tramabas.

—¿Y vas a decirme cómo pude acceder a tus malditas fotos sin acercarme a tu ordenador? ¿Tal vez por telepatía? —Acerco mi cara a la suya con el ceño fruncido. Se aleja todo lo que le permite el respaldo de la silla, como temiendo que vaya a soltarle un guantazo, que es lo que en realidad me apetece hacer. Creo que mi expresión está siendo el fiel reflejo de mis ganas.

—No haría falta acercarte al ordenador —añade el informático, que hasta este momento no había abierto la boca—. Pero me gustaría revisar tu portátil, si no te importa, para hacer algunas comprobaciones.

—¿Qué quieres decir? —pregunto, sin dar crédito a que sigan apoyando la versión del mentiroso este—. ¿Pensáis que esas fotos están en mi ordenador?

—Tu puesto está en juego, Alicia —aclara Julia, adoptando una pose seria. Más distante incluso de la que nos tiene acostumbrados en cuanto cruza las puertas de la revista. Si te la encuentras en la cafetería de la esquina no parece la misma persona que luego te mira en las reuniones como si estuviera a punto de entregarte una carta de despido inminente—. No quiero en mi equipo a un topo de la competencia —añade—. Pero puedes facilitarnos las cosas dejando que Vicente revise tu ordenador.

—Ah, vale, que ya habéis dado por sentado que he sido yo, ¿no? —Me levanto del asiento arrastrando la silla y haciendo chirriar sus patas sobre el suelo. Creo que una corriente de indignación se ha apoderado de mí y más vale que empiece ya a redactar esa carta de despido o me temo que seré más rápida en dar el paso—. Está bien, voy a buscarlo. Sé que no vais a encontrar nada. Pero eso sí, después me largo. No quiero trabajar en un sitio donde se me acusa de un robo sin pruebas.

Ver el libro en tienda